- Por: Dino Madrid
Hay momentos en la historia en los que el reloj parece querer caminar hacia atrás. Si miramos hacia el Cono Sur, específicamente a Chile, la advertencia no es una metáfora, es una urgencia: José Antonio Kast está a un paso de la presidencia. Y no, no estamos hablando de un conservador tradicional de esos que van a misa los domingos y defienden el libre mercado; estamos ante el rostro más nítido de la ultraderecha neofascista en nuestra región.
A veces, desde México, inmersos en nuestra propia transformación, vemos lo internacional como algo lejano. Pero no nos equivoquemos:, o que ocurre en los Andes resuena en el Zócalo. La toma del poder por parte de Kast es la señal más clara de que la “Internacional del Odio” está reagrupando fuerzas.
Para entender el peligro, hay que leer las letras chiquitas del personaje, que en este caso, están escritas con sangre y memoria. José Antonio Kast no es un outsider que apareció de la nada. Su historia personal y política es un hilo conductor del horror.
Hijo de un oficial del ejército nazi que emigró a Chile —un dato que no es culpa del hijo, pero que cobra sentido cuando el hijo decide reivindicar el autoritarismo—, Kast no ha tenido empacho en defender el legado de Augusto Pinochet. Imaginen la dimensión ética de un político que, en pleno siglo XXI, dice que si el dictador estuviera vivo “votaría por él”. Es la banalización del mal convertida en plataforma electoral.
Pero su peligro no radica solo en la nostalgia por las botas militares. Su agenda contra las mujeres es de una crueldad medieval. Kast es el hombre que ha llamado a negar el derecho al aborto incluso a mujeres víctimas de violación. Para él, el cuerpo de la mujer es un campo de batalla donde su moralismo se impone sobre la dignidad humana.
No es casualidad que detrás de Kast aparezcan los tentáculos de organizaciones como Hazte Oír y la ultraderecha española (esa que sueña con la “Iberosfera” y extraña la Colonia). Hay una estructura transnacional, con mucho dinero, dedicada a exportar fanatismo religioso y polarización. No son movimientos espontáneos; son franquicias políticas diseñadas para dinamitar los derechos sociales.
Resulta de una ironía “exquisita” —si no fuera trágica— escuchar a estos personajes llenarse la boca con la palabra libertad. Defienden la libertad de mercado, pero les estorba la libertad de las mujeres. Defienden la libertad de expresión para insultar, pero aplauden a un régimen que desaparecía a quien pensaba distinto. Se dicen “pro-vida”, pero militan en proyectos políticos que desprecian la vida de los pobres, de los migrantes y de las minorías. Es la hipocresía como estrategia de marketing: venden orden, pero lo que traen es represión.
La llegada de Kast a La Moneda, no será solo una derrota para la izquierda chilena; será un foco rojo para toda América Latina. Significa que el miedo le está ganando a la esperanza. Significa que, ante la incertidumbre global, hay un sector de la población dispuesto a entregar sus libertades a cambio de un “mano dura” que promete arreglarlo todo a garrotazos.
Desde aquí, la solidaridad con el pueblo chileno debe ser total. Pero también nos toca mirarnos al espejo. El avance de estas figuras nos obliga a no dar por sentado ningún derecho ganado. La democracia y las libertades se cuidan todos los días.
No basta con indignarnos en redes sociales. Hay que entender que, frente al avance del odio organizado, la única respuesta es la organización popular y la memoria histórica. Porque cuando olvidamos de dónde vienen personajes como Kast —del nazismo y del pinochetismo—, corremos el riesgo de abrirles la puerta, creyendo que son una novedad, cuando en realidad son el fantasma más viejo y oscuro de nuestra historia.
Ojo avizor, compañeras y compañeros. Que el sur no se nos oscurezca.
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