Jugar a vivir

Mi juego favorito. El único juego que uno de mis cuatachos del alma, ese que llaman Tiempo, me enseñó a jugar, única y exclusivamente por enseñarme a jugar. Con intensidad, con entrega, con devoción. Siempre de tiempo completo. Las más de las veces, en plan amateur; de tarde en tarde, también en ligas profesionales. El juego al que, jornada tras jornada, alzo por gratitud los brazos mientras rindo cuentas de mi vida a lo más alto. “Y pago —como reza el conocido bolero— porque soy buen jugador”.

Es esta sensación lúdica de vivir la que ejercito como calistenia diaria bajo el sol. En 74 años no he encontrado un recurso gimnástico más sano y saludable. Restaura, tonifica, energiza. Además, me hace sentir libre. En plena libertad para expresarme como soy, como pienso. En responsable autonomía y criterio independiente, congruente con todo lo que creo. Ajeno al borreguismo y a doblar la cerviz, nada importa que tal rebeldía me haya costado en alguna ocasión (corrijo: en varias) hasta el empleo.

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Huelga decir que mi mayor estrategia (o si se quiere, mi más fiel compañera) de juego ha sido la palabra. Me fascina juguetear con ella, correr tras sus huesos, reinventarla a cada instante. Juntos hemos establecido nuestras propias reglas del juego, reglas abiertas a la creatividad, a la imaginación, a las locuras. Ni ella ni yo lo hacemos por competencia. No estamos concursando para ganar otra cosa que no sea el acto mismo de jugar, de divertirnos jugando a la lotería de las letras. Y a cada rato le recuerdo que no soy sino su cómplice, su secuaz o, como se lo advertí desde que redacté la minificha autobiográfica que remata mis colaboraciones semanales en este medio periodístico, su más humilde contlapache.

¡Qué satisfactorio es jugar a vivir! Así explico mi porqué y mi paraqué existenciales. Con una sonrisa. En santa paz interior. Como deseo retirarme a los vestidores cuando la Voz que arbitra este partido amistoso lo dé por concluido.