Me creo un Alfonso Caso en la tumba de Monte Albán o un Alberto Ruz en la de Palenque cuando descubro, como ellos en lo arqueológico, algún tesoro oculto en lo bibliográfico. Me pasa cuando leo un libro y encuentro ahí cierta frase admirable por su contenido o por el arte con que fue escrita. Antes solía subrayarla; ahora prefiero enmarcarla. Otra estrategia que sigo es trascribirla a la página falsa o a la portadilla, y así me aseguro de dar fácilmente con ella el remoto día en que consulte otra vez mi ejemplar. Y no falta la que he utilizado como epígrafe en alguna de mis propias obras.
Son joyas, alhajas que estaban sepultadas y yo las desentierro. Son líneas que en otras circunstancias serían volátiles, pero que yo les ofrezco una rama alterna donde posarse o anidar. Equivale a dedicarles un humilde museo en honor, apapacho y recuerdo suyo, aunque el museíto no reciba por ahora más visitantes que este terco, incansable pepenador de citas valiosas. Ya les llegará la ocasión de lucir, o quizá de re-lucir, en un espacio museográfico diferente al mío.
Cada persona amante de los libros tiene su estilo peculiar de venerarlos. Algunas los saludan, les hablan, dialogan con ellos. Otras, como este vozquetintero, acarician sus pastas, aspiran el olor a tinta de sus hojas, aprovechan para palpar la textura del papel al cambiar de página. Otras más, comparten su lectura con amistades, en afinidades colectivas y saberes comunitarios. Como quiera, lo importante es que su culto no se reduzca a tenerlos dormidos en un librero, muy pintiparados pero sin abrirlos jamás, únicamente para satisfacer la vanidad y presumir de gente culta. Una vil egoteca, que no biblioteca.
A muchos no nos es posible alimentar la existencia sin las vitaminas y proteínas que otorgan los libros. Cuando, por razones ajenas a nosotros, escasea en nuestra cotidianidad el sagrado pan de la letra impresa, nos sentirnos no sólo hambrientos sino desnutridos, incluso anémicos. Acaso en ello pensó José Alvarado (1911-1974), ese gran periodista de la vieja guardia, hoy olvidado por las nuevas generaciones, la vez que en una de sus columnas para el diario Excélsior, allá por 1960, insinuó irónicamente la necesidad de establecer un Instituto de las Enfermedades de la Nutrición Espiritual. ¡Cuánta falta sigue habiendo de contar con una entelequia así, y que además de consultorios regulares, añado yo, tuviera un área de urgencias! ¡La de visitas que recibiría!
Invito a quien haya puesto sus ojos sobre esta columna a que, en la siguiente ocasión que tenga un buen libro en las manos, también le busque tesoros. Y que si tiene la fortuna de descubrir alguno, lo guarde en su memoria o de preferencia lo trascriba como trofeo personal a una libretita de notas. Sin lugar a dudas le causará un enorme placer haber participado en la arqueología de semejante aventura.
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