Ostentará el nombre de un hidalguense, protagonista de la historia de bronce, pero hasta ahí. El estado de Hidalgo será su convidado de piedra. Pese a ubicarse a pocos kilómetros y minutos de distancia, el área sur de nuestra entidad ─en específico la cuenca de México, región geocultural que compartimos con la metrópoli chilanga─ no fue tomada en cuenta dentro de la estrategia operativa del nuevo aeródromo impuesto en territorio mexiquense. Acabó ninguneada, excluida de toda logística, sin conexión expedita con él. Si acaso, para recurrir a la metáfora de moda, quedó como florero.
Florero, sin embargo, sobre el cual recaerá más temprano que tarde una inevitable ola expansiva a través del corredor Pachuca-Tizayuca (hace muchos años inventé un topónimo: Pachtiza, para profetizar la inminencia y voracidad de esta mancha urbana). Ola ambiental: contaminación sonora, mayor desgaste de los escasos y empobrecidos campos de labranza que aún le quedan, cerros desahuciados por la tala de yucas o la extracción a cielo abierto de grava, arena u otros materiales, sobrexplotación de mantos freáticos. Ola urbanizante: fraccionamientos al vapor, plazas comerciales con “otro nivel de compra”, zonas fabriles sin ton ni son. Ola vehicular: carretera-estacionamiento, trasporte público foráneo propenso a los asaltos (para colmo, impunes), aumento del número de percances viales (muchos de ellos funestos). Ola inflacionaria: plusvalía incontrolada, especulación, sobredemanda de viviendas, rentismo caótico, carestía de productos básicos.
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Nada de lo anterior nos sorprende ya a quienes vivimos en la urbe pachuqueña. ¿Qué impidió considerar, antes o durante la adaptación de la Base Aérea Militar de Santa Lucía como Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), tan preocupante situación actual y futura? ¿Por qué Hidalgo no tuvo voz ni voto en la planeación de dicha megaobra del gobierno federal, la cual seguramente le traerá beneficios indirectos, pero también lo pondrá en riesgo de llevarlo a un callejón sin salida?
(Cada que viajo a la Ciudad de México, sobre todo durante el tramo carretero previo a la colonia Los Ángeles, abro lo más posible mis ojos para otear los extensos panoramas campestres que están a uno y otro lados del camino. Además de satisfacer así mi agorafilia, lo hago para guardarlos religiosamente en la memoria, como si fuera la última vez que miro todavía despejada esa, para mí, impactante llanura. Y no puedo evitar entonces un suspiro de nostalgia por aquel viejo Hidalgo al que bauticé en mi primer libro como «invitación a un estado de ánimo». ¡Aaah, la literatura sensorial!)
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Queramos o no, la metropolización de la capital hidalguense no tiene vuelta de hoja, y más ahora, tan lejos de Dios y tan cerca del AIFA. Será el ángel o el demonio del tiempo el responsable de calificarla como un sueño o una pesadilla. Prendamos nuestras veladoras para que el florero en que nos han convertido no termine por aromar el ambiente nada más con cempasúchiles, como si fuésemos una pintoresca pero arrinconada ofrenda de muertos.
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