Tiro por viaje. No hay obra literaria que se presente en una pomposa feria del libro y se reseñe en una seccioncita o paginita cultural (¡ay, los rarísimos noticiarios de la radio y la televisión que incluyen seccioncitas culturales!, ¡ay, los poquísimos periódicos que rellenan sus últimos huecos con paginitas culturales!) que no pinten al mentado libro como un nuevo Génesis, un antes y un después en la Historia, un hito de la Literatura de todos los tiempos (hito: muletilla intelectual que, para el tumbaburros de la Academia, aunque como sexta acepción y después de priorizar cinco arcaísmos, significa “Persona, cosa o hecho clave y fundamental dentro de un ámbito o contexto”.)
Libros de hoy, propagandeados como eternos, que sus dos o tres lectores seguramente olvidarán mañana. Libros con etiqueta de inmortales, profetizados como clásicos, a los que se auguraban cientos de reediciones, pero que seguirán durmiendo en sus hipotéticos laureles. Libros de fama frustrada, de tránsito detenido, de vocación incumplida. Fuegos fatuos. Glorias efímeras. Humos disipados.
El síndrome Nobel, aquel de la gananciosa persona escritora que al año siguiente ya nadie recuerda ni su nombre, menos todavía los reales o pretendidos valores de su escritura. El síndrome del padre o madre progenitora de una criatura bibliográfica a la que aspira elevar al noveno cielo, aunque un celoso demonio la mande después al infierno o, si bien le va, al menos trascendente de los purgatorios. El síndrome del prologuista que vaticina un paraíso de aplausos a la celebridad cuyo volumen pinta como algo excelso, equivalente a una segunda Biblia, pero le falló su profecía.
Confieso que acostumbro reír cuando oigo o leo a los que ensalzan tales trabajos. Sus argumentos resultan de tal ambigüedad y acartonamiento de ideas que, a mi modo de ver, hasta constituyen un estilo, emparentado con el de los discursos de la peor verborrea política. Nadie parece estar exento de conceptos vagos que en apariencia suenan profundos. Sea el reseñista o el consejo premiador que sea. Y esto suele ser más evidente si el libro reseñado se dice de poesía o la persona galardonada presume de poeta. Ni quién, entonces, baje a uno y otra del bendito limbo poético.
“¡Dejaras de ser un iconoclasta!”, me echaron en cara alguna vez. Y sí, lo acepto: no poco de verdad hay en dicha recriminación. Porque preservo la independencia de pensar a mi modo. Porque sostengo la libertad de no gustarme ciertas corrientes o personajes que para la mayoría son sagrados. Porque defiendo a capa y espada mi derecho a la disidencia, aunque eso me exponga a la condena pública. Prefiero pecar de hereje que de santurrón.
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