Vozquetinta.
Centré mi vida en torno a una tercia de números: el 8, el 5, el 3. Concebí estos dígitos —uno par, dos impares, porque hasta en eso me propuse ser justo— como punto medio ideal, como fieles de la balanza equilibradora que buscaba para construirme una filosofía. Ellos señalaron mis caminos, condujeron mis pasos, no pocas veces determinaron mis decisiones. Les debo ser como hasta ahora soy y seguiré siendo.
El número 8 porque significa una suerte de cinta de medir. La métrica común, la más usual en la versería de los sones tradicionales de México, o sea de mi música predilecta, es de ocho sílabas (“Cada día que amanecemos / se acerca nuestra partida; / ¿cuándo será?, no sabemos; / se va acabando la vida: / cada día más, un día menos”, sentencia un huapango). La misma cantidad silábica busqué deliberadamente para titular a dos de mis programas radiofónicos (“México de mis andanzas”, “Son…idos de la Huasteca”) y a uno de mis libros (“Picudos y deslenguados”). Y para colmo de predestinaciones, suman ocho las sílabas de mi nombre completo (Enrique Rivas Paniagua).
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El número 5 porque, aparte de su armonía gráfica de líneas —una gran curva techada con dos rectas—, marcó más de un momento clave en mi existencia. Vine al mundo un día 5 de diciembre. Los Rivas nos mudamos de nuestra nativa ciudad provinciana a la Capirucha, con todo lo que una migración definitiva así representa para un escuincle de 5 años de edad, en 1955. Y en fecha reciente celebré mi aniversario 75, agradecido de haber superado el preinfarto que tuve hace cinco meses. Por supuesto, el cardiaco aviso acabó de convencerme que para mí no hay quinto malo.
El número 3 porque, además de su significado mágico-religioso y de parecerse mucho en contorno al 5, equivale a una marca de agua en el papel de mi autobiografía. Tres sílabas tienen cada nombre del trío de poblaciones donde he vivido: Tampico, México, Pachuca. Los años escolares que más gratos recuerdos me traen son los de tercero de secundaria y tercero de preparatoria. Y el libro que más quebraderos de cabeza me supuso escribir, el que marcó a varias generaciones de estudiantes, el que a la fecha continúa, para bien o para mal, como fuente inevitable de consulta, o sea la monografía estatal Hidalgo: entre selva y milpas…, la neblina, es el tercero de mi cosecha.
Cuando acuesto al número 8 lo vuelvo símbolo de lo infinito. Cuando tomo entre mis dedos al número 5 lo hago girar como me encantaba hacer con uno de mis juguetes favoritos en la niñez: la pirinola. Cuando pongo en posición de firmes al número 3 lo invito a desfilar con gallardía en mis escritos, porque así es mi estilo literario. Trilogía de números a guisa de trinidad religiosa: voz-Padre, voz-Hijo, voz-Espiritusanto. Ocho, cinco, tres voces; un mismo si no, una misma oración, una misma persona.
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