A lo largo de los meses había visto decenas, quizá cientos de imágenes de personas que eran transportadas en una camilla y dentro de capsulas transparentes, sinónimo de que estaban contagiadas de Covid. Los médicos que las acompañaban iban totalmente cubiertos con indumentaria semejante a la que usan quienes viajan al espacio. Más allá del sentimiento de tristeza e impotencia de ver a alguien más contagiado, sinceramente no me había puesto en los zapatos de quien estaba dentro de esa cápsula.
Y cuando, tendido en una camilla, con la respiración agitada, conectado a una manguerita de oxígeno y a una aguja que te suministra suero por el brazo, vi como colocaban la dichosa capsula entendí en toda su dimensión lo terrible del momento. Ver a tus familiares alejarse poco a poco mientras te trasladan, moviendo sus manos en señal de adiós, es angustioso, doloroso. Aunque a fuerza de ser sincero, en ese preciso momento no se dimensiona a cabalidad la separación poque el cuerpo está en una franca lucha por mantenerse estable.
Todo inició con la falta de apetito, la pérdida de energía casi total que se traducía en solo querer dormir, dormir y dormir. En este caso no hubo fiebre, dolor de cabeza o malestares similares a los de la gripe. El confinamiento había sido estricto, las salidas previas se limitaban a las necesarias. Por ello no había indicio o sospecha personal de que el malestar fuera producto de algún contagio.
Hasta que tantos días sin comer y el inicio de la sensación de que faltaba el oxígeno al momento de hablar nos llevaron a consultar un médico, quien sin auscultación de por medio, con solo observar mi fisonomía, diagnóstico: urge que lo hospitalicen y que le hagan análisis para saber qué tiene. Me recomienda una clínica particular donde él me atenderá. El ingreso al nosocomio fue inmediato: suero, oxígeno y placas toráxicas. Cinco minutos después, toman otra placa. ¿Pasa algo?, pregunto. Solo queremos comprobar algo.
Lo que vieron llevó a que el médico llamara por teléfono y me informara: “Al parecer sus pulmones están dañados, hay señales de Contagio y ese hospital no es Hospital Covid, ahí no lo pueden atender, debe salir”. Fuera suero, oxígeno y a la calle. Siguiente parada: el hospital del IMSS de Venados. La noción del tiempo se va perdiendo. En el área de recepción de inmediato suero y oxígeno. Preguntas y más preguntas. Una placa más, la que sí cuenta, porque la del hospital privado, no. Trae daño del 40 por ciento en sus pulmones, lo subiremos a piso, es la sentencia. Han pasado casi 3 horas, pero para el enfermo fue como una hora acaso.
Llega la camilla y junto a ella la capsula. Esa capsula desde la que ves a tus seres queridos despedirte con un hasta pronto, recupérate, échale ganas, adiós. Desde esa camilla ves una tras otra las luces de las lámparas que iluminan el camino para llegar a la habitación donde ya hay dos personas más, conectadas igual al oxígeno que les (nos) permite seguir respirando. Los cuidados y atenciones de esas heroínas y héroes anónimos que atienden en los hospitales Covid nos permitieron regresar a casa y contar un año después, a través de estas Ideas Sueltas, esa experiencia. A todos ellos nuestra gratitud infinita.
La tercera ola de la pandemia pareciera estar disminuyendo. Con todo, las cifras de contagios y de decesos no dejan de ser escalofriantes. Hay que seguir cuidándonos.
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