Nací en ti, Tampico, hijo de padre huasteco y madre jarochilanga. El sitio preciso fue una pequeña clínica, casi casera, situada en el centro de la ciudad, justo en la esquina de tus calles Altamira y Sol (hoy, qué lástima, rebautizada Zaragoza). Y qué simbólica ha sido para mí esta nomenclatura, porque Altamira, además de ser tu eje callejero fundacional, es el nombre de la tierra natal de mi papá, y porque siempre he tenido al Sol como mi espíritu protector, mi nahual, mi tona. Hasta en eso me predestinaste, Tampico.
Apenas sumaba yo cinco años cuando, por carencia de ingresos suficientes, los Rivas Paniagua emigramos a la ciudad de México (esto fue dos meses antes del impacto del Hilda, el ciclón que te dejó hecho un mar de lágrimas, inundándote hasta la coronilla). Crecí, pues, en la Capital, con todo lo que, como has de suponer, implicó en desarraigo para mí. Y mira que no cortamos por completo contigo, porque en la medida de lo posible viajábamos cada año o dos a la querencia. Allá seguía la gran parentela; y a través de ella, nuestra huastequidad expresada en hábitos, usos, criterios de vida, formas de hablar, gustos culinarios…
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Mi choque empezó durante la adolescencia. Tú, tan mercantilista, tan monetizado, tan adorador de poseer bienes materiales, tan obsesivo por el estatus o la separación de clases, y yo, tan metido como estudiante de Sociología, tan cuestionador, tan rebelde a los clichés, nunca nos entendimos en el enfoque de lo social. Me desesperaba sobre todo tu gelidez, para no decir tu valemadrismo, hacia el arte y la cultura. ¿No te daba pena carecer de un teatro y contar con sólo dos librerías en toda la ciudad? ¡Qué triste memoria tengo de ti entonces! ¡Cero clubes o círculos literarios, cero exposiciones de fotografía o de pintura, cero charlas o conferencias, cero presentaciones editoriales o discográficas, cero conciertos (ni siquiera de huapango, arrinconado, como lo tenías, en las cantinas)!
Hará, máximo, treinta años, Tampico, que tú y yo nos reconciliamos por la buena. Fue cuando volviste peatonales algunas calles del centro, cuando dignificaste el vetusto entorno arquitectónico de la plaza Libertad, cuando decidiste sanear la pestilente laguna del Carpintero y volverla refugio ecológico y centro recreativo. También, cuando por fin tuviste una casa de la cultura, aprovechando el edificio del viejo rastro municipal. Y claro, cuando te abriste a organizar espacios y foros dedicados a algo que, quieras o no, es tan tuyo y mío: la música popular huasteca.
Todo esto te lo confieso desde Pachuca, la urbe que me adoptó hace un cuarto de siglo. Te pido nada más que no tengas celos de ella. Ambas merecerán siempre el calificativo de ser mis tierrucas, una umbilical, la otra volitiva. De ambas recibí y sigo recibiendo savia, nutrientes, aires, soles, calideces. Con ambas estoy eternamente agradecido. Me considero, en resumen, un orgulloso, feliz, convencido tampichuqueño.
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