Esgrima político – jurídico

Lo visto en torno al diferendo – no calificarlo como conflicto o enfrentamiento – entre los poderes de la Unión desde los señalamientos del Ejecutivo al Judicial, en particular a sus depositarias y depositarios principales, señaladamente la Suprema Corte y en especial su presidenta, ofrece diversas lecturas, todas con algún grado de razón.

Por inédito en la historia reciente del país, el hecho se envuelve más en la especulación. El contexto nacional y la nutrida secuencia de hechos, sin embargo, confirman lo públicamente sabido desde el inicio del actual gobierno: hay otra visión de la división de poderes y del federalismo, a partir de la preeminencia del Ejecutivo.

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Conforme a nuestro modelo presidencialista, no hay novedad en ese propósito. Así funcionó la república antes y después de la Revolución, con las constituciones de 1857 y 1917.  Solo tras  la gran reforma de 1994 a la estructura y funcionamiento del Poder Judicial y de la alternancia en 2000 de la Presidencia de la República, vino la transición generadora de otros pesos y contrapesos.

Las elecciones de 2018, democráticas, legítimas, contundentes, propiciaron  una vuelta en U, acelerada en la recta  final del sexenio. En ese ambiente, el tema principal es protagonizado por el ánimo de modificar el estado de cosas en el Judicial, conforme a la intención presidencial respaldada por  el Legislativo al límite de las reformas constitucionales, para las cuales no hay la mayoría indispensable. Hasta ahí, nada ajeno a una democracia.

El caso es, más allá de la teorización, la realpolitik: estamos en un debate atípico, en medio del proceso electoral más importante para el país, con un grave déficit de seguridad, y frente a una emergencia natural de proporciones económica y socialmente sin determinar.

Pareciera, solo pareciera, haber debate sobre el futuro del Poder Judicial. No existe. Hay, sí, la constante de abordarlo principalmente en los medios y algunos espacios como el convocado por el grupo parlamentario de Morena en la Cámara de Diputados, sin duda util pero de nulos resultados.

La discusión se  reduce a la elección de juzgadoras y juzgadores federales con la propuesta de hacerla por la vía directa; y al monto de sus salarios y prestaciones. Ha sido atropellada, llevada a la calle por el sector posiblemente afectado,  polarizada en el destino de los fideicomisos decidido en principio en sede legislativa, suspendida por un procedimiento de Amparo y con el huracán Otis, introducido en la ecuación.

Es sui generis por la argumentación de cada una de las partes, ausentes de la mesa donde debieran alcanzar soluciones, en un extraño diálogo del cual cada quien entiende como quiere, celebra,  descalifica o responde  con ambigüedades y mensajes sujetos a  conveniencia.

Hay quien ve, de una parte, trampas o dardos envenenados; de otra, disposición a negociar, respuesta ingenua y hasta traición a la causa de la judicatura.

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Poca objetividad al mirar el embrollo. El Congreso destina los famosos fideicomisos a los programas sociales federales, el Presidente propone aplicarlos a resolver los estragos en el estado de Guerrero, sin detener  la promulgación del decreto respectivo, el dinero tiene ya destino en la ley sujeta a interpretación judicial.

La Ministra presidenta, previamente invitada y desinvitada al Senado a explicar el funcionamiento de los fideicomisos, tomó el guante aparentemente aceptando entregar ese dinero, cuando es evidente su falta de facultades para ello.        

Es una suerte de esgrima con armas diversas. En Palacio Nacional empuñan los códigos políticos, en el máximo tribunal la Constitución.