Escribir por calistenia

Acaso más que sus poemas mismos, me atrae releer de vez en cuando el libro donde el autor de Los amorosos monologa en voz alta con la filóloga que lo entrevistó el año anterior al de su fallecimiento (Mónica Plasencia, Habla Jaime Sabines, México, Ediciones El Tucán de Virginia, 2007). Ahí me identifico con el Sabines de carne y hueso, el de a pie, el paliquero, el ingenioso hidalgo provinciano, el sempiterno doliente de sus múltiples visitas al quirófano, el fumador empedernido como yo. Sobre todo, con el Sabines que sin falsa humildad declaró que no se creía “demiurgo ni taumaturgo ni nada de eso”, sino “un simple mortal que está aprendiendo a ser poeta”.

“Porque, mira —confesó a la entrevistadora—, después de estudiar toda mi vida, a los veintitantos años llego a Chiapas. […] Y entonces me pongo a trabajar en una tienda de ropa, porque no había de otra. Me sentí humillado por la vida. […] Tenía que ponerme a vender telas, el oficio más antipoético del mundo […]. Dejé de escribir durante varios meses. Un día me dije: ‘Tengo que aflojar la mano’, y me obligué a escribir un soneto todos los días. Y lo hice. Todos los días, uno detrás de otro. Claro, al cabo de un mes los leí y los rompí todos. Pero ese entrenamiento del boxeador haciendo sombra me sirvió porque al poco tiempo, al mes y medio, dos meses, empecé a escribir Tarumba”.

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¿Escribir por calistenia, por mero ejercicio o rutina gimnástica, sólo para mantener caliente la mano? Eso suena tan “antipoético” como el acto de vender telas que al chiapaneco le pareció humillante, pero en ciertos casos resulta una medida eficaz o, de perdida, paliatoria. En vez de simplemente rumiar y apechugar una chamba frustrante o contraria a nuestros fines de creatividad, la haríamos más llevadera obligándonos, como si fuese tarea escolarizada, a producir a cada rato alguna nimiedad caligráfica. Preferible mil veces los rounds de sombra que terminar sumidos en la depre u ocupando la celda de un hospital siquiátrico.

(Hace dos o tres años, ante la encarcelada cotidianidad que trajo consigo la pandemia, hice de cuenta que uno de aquellos periódicos combatientes de antaño me invitaba a colaborar en su página editorial con análisis de sucesos políticos y yo mismo me impuse escribírselos cada tercer día. Elegí el epigrama como vehículo de expresión: una estrategia breve, lúdica, jocosa, iconoclasta, libertina quizá, de desahogarme. Pero a diferencia de lo que hizo Sabines con sus sonetos, yo no pienso romper jamás mis versitos epigramáticos. Mejor que sigan ahí, durmiendo la mona en un cajón, recordándolos nada más como compinches de mis travesuras poéticas durante esa fértil etapa de jogging escribidor.)

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Para quienes tomamos la faena de escribir como un imperativo, soltar con frecuencia y regularidad la pluma equivale al acto de jalar aire que en forma casi cronometrada realiza cualquier profesional de la natación, lo mismo en sus entrenamientos que en competencias. De suyo caprichosa, la productividad literaria exige ritmo, continuidad y, quiérase o no, tiempo. Algo parecido a lo que Sabines también expresó en aquel libro testimonial: “Por equis, por causas extrañas, porque te operaron, porque te duele la pierna, porque te duele la espalda; en fin, por veinte mil razones, dejas de escribir, pero siempre estás pensando en el momento de volver a hacerlo”.

Claro, mientras la vida no te arroje la toalla a mitad de la pelea o de plano te mande a la lona por nocaut.