Columna Dogma

Es posible crecer sin etiquetas de género

Entre inocencia por la vida e impaciencia infantil, los primeros años de cualquier infante es la etapa en que acumulamos información sobre nuestros cuerpos e identidades. Esa información se manifestará en nuestras conductas adultas.

Entre el nacimiento y hacia los dieciocho meses de vida, año y medio de edad, las personas desarrollamos el núcleo de nuestra identidad de género. Es decir, integramos ideas y percepciones sobre ser hombre o mujer a la experiencia individual de vivir en un cuerpo con órganos sexuales masculinos o femeninos.

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Hacia los tres años manifestamos con mayor claridad el género con el que nos sentimos identificados, y eso se nota en los juegos que jugamos, los juguetes que preferimos, la ropa que nos gusta ponernos. Aunque experimentamos una flexibilidad respecto a asumir roles sexuales y de género.

Cabe precisar que niñas y niños experimentamos nuestro desarrollo sexual infantil de forma absolutamente distinta a la de alguien de 13, 15, 25, 40 o más años de edad.

En nuestra civilización ha imperado la división sexual de la vida cotidiana. Me refiero a que mujeres y hombres hacemos cosas, aparentemente distintas, por el simple hecho de tener cuerpos diferentes.

A partir de la pubertad niñas y niños ya conocemos la experiencia de dividir al mundo en dos bandos. Conocemos el ejercicio del poder y de los privilegios por ser hombre o las desventajas por ser mujer. A los ocho o nueve años aún no tenemos conocimientos teóricos para hacer un análisis crítico documentado al respecto; sin embargo, hemos vividos situaciones como: no sentarnos en bancas rosas si soy niño o no jugar futbol en el patio si soy niña.

En la adolescencia damos importancia a nuestros aspectos físicos, la figura corporal, la diferencia de sexos, cuestionamos los roles y, sin embargo, nos asumimos con contundencia al propio.

En el caso de los varones, durante la adolescencia ya “aprendimos” que ser hombre implicará en algún momento de nuestras propias vidas: trabajar y ganar dinero; tener una pareja e hijos, proveerles manutención y persistir en esas tareas, para no ser rechazados del gremio de la masculinidad. El peor castigo para un hombre es ser expulsado de esta categoría, sobre todo, porque nos incluye en su contraparte: las mujeres.

¿Es posible relatarnos la vida desde lugares que no marginen o segreguen las diferencias? Por ejemplo: había una vez una persona que creció saludable, amó su cuerpo y fue respetada por las demás. Decidió con libertad sobre sí misma, tubo oportunidades para desarrollarse en las actividades que más le placían y aportó a su comunidad elementos para la convivencia.

Plantearnos la pregunta implica el riesgo de no ser un hombre fiable, como sugiere Esther Vilar en El Varón Domado (1973), porque “un hombre que cambia de modo de vida se considera poco de fiar”, y quien cambia varias veces es excluido. Y, sin embargo, apuesto por el riesgo, aunque el recelo me contenga.


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