A pesar de que digamos lo contrario, cada vez más, sin más sentido que el deseo de pertenecer, nos perfilamos a la alienación. Repetimos lo que vemos, deseamos ser otros, no nosotros. Vivimos el yugo de la conexión. Bajo el dominio de la omnipresencia, las redes sociales fomentan la creación de una imagen idealizada y perfecta de uno mismo, lo que distorsiona la percepción de la realidad.
Pienso en Pierre Bourdieu cuando explica que la estructura social se basa en los tipos de capital que otorgan poder y definen las oportunidades de un individuo: económico (dinero, propiedad), cultural (educación, títulos, conocimientos), social (redes de contactos y relaciones) y simbólico (prestigio, reconocimiento, fama).
Según Bourdieu, estos capitales son intercambiables y se acumulan, permitiendo a los agentes posicionarse y moverse dentro de diferentes campos sociales o áreas de disputa. En este sentido, el capital simbólico generado en las redes sociales, por tanto, es una construcción fantasmática que oculta el vacío y la inconsistencia de la realidad social, manteniendo a los individuos enganchados en un sistema de gratificación superficial.
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Al respecto el filósofo esloveno Slavoj Žižek, plantea que las redes sociales son un escenario clave donde opera la ideología capitalista contemporánea, centrada en el consumo y la obligación de disfrutar. Argumentando que el capital simbólico en las redes sociales no se basa en un prestigio o un honor auténticos, sino en una actuación constante para obtener validación externa a través de “likes”, comentarios y seguidores. La gente publica fotos de viajes, fiestas y comidas atractivas no porque disfruten genuinamente, sino para demostrar que están viviendo “la buena vida” y medir su placer en comparación con los demás.
Por su parte, Michel Onfray, desde su perspectiva hedonista y materialista, critica cómo las redes sociales devalúan la profundidad de la experiencia humana, el francés señala que las redes sociales, en su búsqueda de la visibilidad constante, generan un “mundo de reflejos” (comparable al mito de la caverna de Platón) donde lo que se proyecta es una imagen editada, no la complejidad del ser humano. Esto empobrece el intercambio simbólico, reduciéndolo a una transacción de imágenes vacías.
Onfray deja de manifiesto que la acumulación de capital simbólico en línea distrae a los individuos del compromiso con la realidad material y las relaciones interpersonales genuinas. En lugar de fomentar el diálogo y la crítica, las redes sociales pueden llevar al dogmatismo y la repetición de clichés.
En resumen, ambos filósofos coinciden en que el capital simbólico en las redes sociales es una manifestación de la alienación y la superficialidad de la sociedad contemporánea, donde el prestigio se busca a través de la apariencia y el consumo de validación, en lugar de a través de acciones auténticas o la búsqueda de un significado trascendente.
En las próximas semanas habremos de ser inundados de imágenes que nos inocularán una idea de la felicidad pensada para consumir y demostrar que entre más se acumula: experiencias, sabores, saberes e instantes, se enriquece nuestro valor ante los demás. Sin embargo, tendríamos que preguntarnos: ¿Es necesario que le contemos a todo el mundo lo que estamos viviendo? ¿En verdad queremos esto?
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