Chuang Tse escribió: “Procura que lo humano no destruya lo celestial que hay en ti; procura que lo intencional no destruya lo necesario” pienso en este aforismo y en cómo cometemos errores, los errores nos llevan al caos, el caos a la toma de malas decisiones y las malas decisiones a la pérdida de todo.
Kathryn Schulz se pregunta en su libro, “En defensa del error”: “¿Por qué nos gusta tener razón?”, en él afirma que “Como placer, al fin y al cabo, es de segundo orden como mucho. A diferencia de muchos otros deleites —comer chocolate, surfear, besar— no goza de acceso directo alguno a nuestra bioquímica: a nuestros apetitos, a nuestras glándulas suprarrenales, a nuestro sistema límbico, a nuestro sensible corazón. Y sin embargo el regustillo de tener razón es innegable, universal y (tal vez lo más curioso de todo) casi enteramente indiscriminado. No podemos disfrutar besando a cualquiera, pero podemos estar encantados de tener razón acerca de casi cualquier cosa. No parece que cuente mucho lo que esté en juego; es más importante apostar sobre qué política exterior se va a seguir que sobre qué caballo va a ganar la carrera, pero somos perfectamente capaces de regodearnos con ambas cosas. Tampoco cuenta de qué va el asunto; nos puede complacer igual identificar correctamente una curruca de corona anaranjada o la orientación sexual de un compañero de trabajo. Y lo que es todavía más extraño, puede gustarnos tener razón incluso acerca de cosas desagradables: por ejemplo, la bajada de la Bolsa, el final de la relación de pareja de un amigo o el hecho de que, por la insistencia de nuestro cónyuge, nos hayamos pasado quince minutos arrastrando la maleta justo en sentido contrario al hotel… Individual y colectivamente, nuestra existencia misma depende de la capacidad que tengamos de llegar a conclusiones correctas acerca del mundo que nos rodea. En pocas palabras, la experiencia de tener razón es imperativa para nuestra supervivencia, gratificante para nuestro ego y, por encima de todo, una de las satisfacciones más baratas e intensas de la vida”.
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Sin embargo, más allá de eso, hay algo en lo que casi nunca reparamos: en equivocarnos y en cómo tenemos que arreglárnoslas para solucionar esas equivocaciones. La cultura del error es todavía más lacerante en la mente humana que la del éxito. Vivimos el estigma de no poder equivocarnos. El fallarle a alguien es todavía más hiriente en nuestro sistema anímico que el poder fallarnos a nosotros mismos. Y este también es un error, fallarnos a nosotros mismos es el principio que nos lleva a fallar en todo y a todos.
Vivimos en una cultura donde el peor enemigo del mundo es el error, y a su vez, éste es su principal amante por darle la posibilidad del éxito. Nos aprovechamos de ello y cuando la defecamos en grados mayúsculos asentimos y ponemos de pretexto que somos humanos, porque claro, es de humanos equivocarse. Aunque no con ello solucionemos el daño irreparable que podemos hacerle a los demás.
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Pero equivocarse no sólo implica la acción, detrás de él hay un largo etcétera que se acumula en la forma de lo que somos, de lo que fuimos o de lo que seremos. Es también un reflejo de nosotros y es la negación misma de que no deseamos ser eso.