El cuatro de julio de 1862, un diácono y profesor de Oxford, Charles Dodgson, conocido con el nombre de Lewis Carroll, había salido a pasear en barca por el río con un pequeño grupo de niñas de nombres Lorina, Alice y Edith Liddell. En aquel viaje, mientras transcurrían los minutos, él les contó de viva voz “la historia de una niña dispuesta a crecer de forma diferente. Tumbada en la hierba bajo el sol del verano, Alicia vio pasar un Conejo Blanco que consultaba la hora en su reloj antes de desaparecer en el fondo de una madriguera. Sin vacilar, ella le siguió y, de esta manera, entró en el país de las maravillas. Fascinada y desconcertada al mismo tiempo, Alicia descubre ese mundo extraño, subterráneo y fantástico, donde crece y se vuelve pequeña en un instante, donde se puede jugar con el tiempo, donde la autoridad, la justicia, la sabiduría y las reglas morales se balancean sobre el absurdo”.
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En un artículo de la Biblioteca Virtual Cervantes, Gabriel Janer Manila, hace referencia a las historias que fueron escritas para ser contadas y en específico del “rumor” en su acepción de “murmullo”, anotando: “ ruido sordo y continuado: el rumor de una voz que narra y cuenta una vieja historia, pero siempre nueva, en algún rincón de nuestra memoria. Ese rumor venido de lejos se halla en muchas de las obras literarias que hoy consideramos clásicos de la literatura para niños. Las raíces de la oralidad se hunden y penetran profundamente y con fuerza en las tradición literaria de los pueblos y alimentan las nuevas creaciones llenándolas de savia regeneradora. Recuperamos algunas de esas voces en el momento en que nuestra imaginación se pierde entre las páginas de un libro. “Leemos siempre en silencio y se nos olvida que en su origen lo que ahora llamamos literatura fue sobre todo una voz”, escribe Antonio Muñoz Molina, a la vez que nos remite a la “nostalgia de abrir los libros queriendo escuchar en cada uno de ellos una voz”. Pero eso mismo ya lo había escrito en 1697 Charles Perrault en el prefacio de sus “Histoires ou Contes du temps passé”. Dice: “il faut que la lecture se fasse écoute, et les pages imprimées voix sans nom”.
La oralidad es una forma personalísima de procesar el entendimiento del mundo, conceptualizar los mensajes, signarles una representatividad, sensibilzarlos desde la experiencia personal y transmitirlos. Desde la década de los ochenta del siglo pasado, existe una especial atención al esfuerzo de recuperar el arte verbal perteneciente a culturas originarias, de tal suerte que la preocupación creciente por salvaguardar las historias, el conjunto de mitos, leyendas, cuentos, poemas o canciones tradicionales, es no sólo una tendencia si no una obligación de nuestra sociedad.
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Reconstruir la memoria colectiva mediante la recolecta directa de informantes orales engarza una rama especial de la literatura. Sin embargo, no podemos abstraernos de que uno de los problemas que plantea esta literatura oral es su condición multimedial: mientras el lenguaje escrito debe cumplir con la problemática de transmitir todos sus contextos en las imágenes creadas, la oralidad está acompañada de la teatralidad, la dimensión gestual, el fonetismo, el ritmo y, por que no decirlo, de una estética. Quizá por eso, a los seres humanos nos gusta más escuchar el rumor, las historias contadas, que leer libros.
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