Cuando mi primera visita a Zabludovsky ya era –según yo– cosa olvidada, Jacobo me llamó por teléfono. Habíamos coincidido en la inauguración del Hotel Fiesta Palace, él en su pedestal y yo en la hormiguera labor de reportero ávido de publicar. La mañana había sido hermosa, y departir con Sue Lyon, “Lolita” todavía más.
–Vente a la oficina, he estado viendo tus notas en La Prensa. El día pintaba insuperable.
Y así, cuando casi todo era en blanco y negro, las cámaras eran enormes, y los noticieros se filmaban con películas de cine de 16 milímetros, llegué a Telesistema Mexicano, a un programa llamado Hoy Domingo. Ni siquiera se había formado Televisa.
Un lunes, después de haber pasado un reportaje mío sobre la feria de San Marcos y la ganadería de “La Punta”; en la despedida de Rafael Rodríguez, “El volcán de Aguascalientes”, me llamaron de la oficina de Mario Santaella.
–Hola, Pollo, te vi ayer en la televisión, con Zabludovsky, muy bien. Gran cosa la televisión, ¿verdad, Pollo? Asentí. Sonrió y sus corifeos de siempre, movieron afirmativamente las cabezas.
–Pero mira, nosotros le tenemos mucha fidelidad a la cooperativa, entonces, como tú ya has cumplido seis meses y eres nieto de un socio del que todos estamos orgullosos, tendrías derecho a pensar en tu afiliación, pero debes dejar la televisión…
–Pero… iba yo a argumentar.
–No me interrumpas, Pollo. No me respondas ahora, pero piensa lo que te dije. Me contestas la semana que entra.
Cuando salí me fui por todo Bucareli hasta el edificio de Tolsá. Muchas cosas se estaban cocinando en Chapultepec 18. Yo lo sabía. Vi a Jacobo, le conté todo el asunto.
–¿Y qué has pensado?
–Pues no sé. A mí me gusta escribir, pero también me gusta trabajar con usted. Usted dígame.
–Yo creo, sinceramente que lo tuyo es escribir. Y mira –me dijo con una mano paternal sobre mi hombro–, la televisión es muy inestable. Un día estás y al siguiente… quién sabe. Mejor quédate allá, vendrán otros tiempos. Yo te lo aseguro. “24 Horas” estaba por nacer.
Todavía pasaron unos días.
Enfurruñado, una tarde, entré al “Ambassadeurs” y me encontré con René Arteaga a quien había conocido durante las interminables horas de guardia en el hospital ABC esperando como buitres (así nos decía María Teresa Lara, hermana del músico), la muerte de Agustín.
También habíamos coincidido en el funeral del presidente Lázaro Cárdenas y en la toma de posesión de Luis Echeverría.
Arteaga era un hombre singular. Dotado de una simpatía incomparable, ocurrente, culto y en el fondo atormentado por muchas muertes, por una juventud de exilios, intentos guerrilleros, fugas, abandonos, ahogaba sus alegrías en güisqui. Y yo lo acompañaba.
Le conté mis cuitas y me dijo con acento salvadoreño:
–¿Y por qué vos no te venís a Excelsior?
En ese momento, caído del cielo, apareció Enrique Loubet Jr. Arteaga nos presentó y varias horas y muchos tragos después, Loubet me dijo: véngase mañana a tomar un “drink”, lo espero a las ocho.
Y así, en un par de días, se comenzaba a definir mi futuro.
A Loubet le lleve recortes de mis reportajes de casi un año –incluida una larga crónica del festival de Avándaro y entrevistas en el Mundial de futbol, Pelé incluido, y el Gran Premio de México–, y una noche, me pidió acompañarlo a la redacción, en un elevador de cortinillas de bronce me subió al tercer piso, tocó una puerta y cuando la madera se abrió –junto a una escultura de Gutenberg–, me empujó a la oficina de Julio Scherer quien cerró la hoja.
–Julio, este es el joven que te dije.
–¡Pásele!, ¿qué?, ¿ya se viene para acá?
Ahí comenzó todo. Al día siguiente renuncié a La Prensa. Tres días más tarde me presenté a las siete de la mañana en la redacción de Últimas Noticias, la escuela, dirigida por un gran periodista, Jorge Villa.
El filtro para los aspirantes a la magna redacción.
Y si París fue una fiesta, esos años en Excelsior también lo fueron. Se trabajaba siete días a la semana en dos ediciones diarias con colaboraciones complementarias en el Diorama de la cultura con Pedro Álvarez del Villar o el Magazín Dominical. Todo se pagaba extra. Guardias, faena nocturna, viajes, reportajes, entrevistas. Prestigio y dinero.
La competencia interna era feroz. Se peleaba por la primera plana de manera casi territorial. Ganarles a los demás periódicos no tenía mérito. Como si no existieran. Se anhelaba escribir como Guillermo Ochoa, entrevistar como Loubet o hacer reportajes como Manuel Mejido; manejar la fuente política como Ángel T. Ferreira o Pancho Cárdenas; la pluma deportiva como Manuel Seyde.
Era vivir dentro de la leyenda y para persistir y sobresalir, trabajábamos casi todo el día.
La capacidad editorial de Excelsior de aquellos años resulta hoy imposible. Tanto como fáciles son hoy las comunicaciones. Un teléfono es casi un estudio portátil para hacer TV. Las imágenes, los textos, todo vuela en el mundo digital. En ese sentido el trabajo se ha facilitado. Antes eran varios pasos. Obtener la información, escribirla y enviarla.
Y la sagacidad –en muchas ocasiones–, consistía en saber cómo transmitir. Los fotógrafos enviaban sus rollos por avión con el auxilio de pasajeros desconfiados. Los reporteros buscábamos un teléfono en medio del páramo y le dictábamos a un redactor de guardia quien con el auricular entre el hombro y el cogote afectado por la tortícolis, la sordera y el bullicio de la redacción, siempre decía en el peor momento:
–Espérame, voy a cambiar de hoja.
Y todo se iba a cuartillas de papel “revolución”; original y dos copias. Papel carbón y máquinas mecánicas Olivetti o Remington.
Hoy todo es más simple, pero simple no es igual a mejor.
Pensar en un periódico con 3 ediciones diarias –matutino, meridiano, vespertino–, más sus revistas semanales y sus ediciones especiales, hecho a través de la presencia real –no virtual–, cuando se debía ir a todas partes (y además regresar a escribir a la redacción todos los días) porque no había páginas de Internet para ordeñarlas, es imposible ahora.
Nadie podría sostener un sistema de rotativas incansables, trabajando a todas horas para soltar toneladas de papel desde la calle Bucareli, es una imagen hoy inimaginable.
En aquellos tiempos no existía como tal el “Derecho a la Información”. Mucho menos los institutos u oficinas con mandato legal de proporcionarla por exigencias de la “transparencia” ni mucho menos los “derechos” de las audiencias. Pura demagogia. Hoy los periodistas ya no necesitan investigar nada, lo exigen por “transparencia”.
Los archivos están abiertos por ley y todos los pasos de la vida pública quedan registrados en páginas y páginas de compras, salarios, adjudicaciones, contratos. Y aun así la corrupción crece y crece…
Ya no se necesita audacia, nada más paciencia. La última profesión romántica, en cierto modo, se ha terminado.
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