En sus “Cuadernos de todo y nada”, Macedonio Fernández afirma: “La pluma no se debe “empuñar”, se debe suspender en la línea de la cabeza al papel, escuchando en espera de nuestro pensar. Quien la “empuña” resuelto, irresponsable, se larga a la caza de la casualidad verbal y su hora delicada a este quehacer humilla al lector. Respetémoslo ahorrándole nuestras malas horas; dando en palabras lo poco que logramos asir, pensar, no la mínima de pensar que brindan los revueltos casuales de las palabras; como pintores, como literatos, no esperemos ver para copiar, que varias palabras digan, casualmente, algo, para desarrollarlo”.
Esta profunda y punzante cita me ha conducido a un artículo de Mario Maraboto, quien publicó en la revista Forbes, una cita de Mark L. Knapp, maestro de comunicación en la Universidad de Texas en Austin, quien dijo que “el rumor” es una declaración formulada para ser creíble como cierta, relacionada con la actualidad y difundida sin verificación oficial”. Según él, existen rumores agresivos, elaborados deliberadamente para causar un efecto y son empleados en propaganda o con fines comerciales para debilitar a los adversarios o a los competidores; asimismo, existen rumores que surgen espontáneamente y transmiten aspiraciones, esperanzas y deseos legítimos. Cualquiera que sea el tipo de rumor que se busque crear, su difusión no es ética, ya que al circular, se aleja de la verdad y genera una distorsión de lo real y, por lo regular, resultan nocivos.
Bill Kovach, ex editor del The New York Times, decía que “si no hay una fuente de información creíble, el compromiso social es manejado por el rumor, el miedo y el cinismo”. Como en las leyes físicas, a una filtración difundida corresponde otra en sentido contrario y, probablemente, de mayor impacto, ya sea en el mismo medio o en otro con similar penetración”.
Estos conceptos me hacen recordar una frase de Leopoldo María Panero: “si antes te ofrecí mi destrucción, ahora te ofrezco su desastre”. Y esto se debe a que lo prohibido nos fascina, nos seduce lo grotesco, lo malo, lo reprobable. Rocío Mayoral lo explica de una mejor manera al señalar que se “activan pasiones muy primarias, en la base de la propia naturaleza humana. Por eso nos cuesta tanto huir de su influjo. Y es que el ser humano se mueve por su necesidad de sentir emociones. Las bajezas humanas tienen mucho de transgresión, crítica, humor o liberación. Son vivencias muy potentes. Eso explica la facilidad con la que tantas veces nos arrastran.
Saber de los otros genera placer. El morbo también nos seduce de otras maneras. Algunas detestables como escudriñar la vida de las personas. ¿Y por qué caemos? Porque el interés por los otros está inscrito en los genes. Desde que nacemos, nos guía una fuerza que nos hace fijarnos en las personas. Gracias a ella aprendemos; aunque pronto nos enseñan a reprimir ese impulso a favor de la privacidad y respeto a la intimidad. Sin embargo, el instinto permanece. Saber de los otros genera placer. Dedicamos la vida a controlarnos y muchos lo logran. Pero el sensacionalismo sabe de formas maquiavélicas para desatarlo”. Ahora que todo ocurre demasiado rápido, y que la reputación es también un frágil dique de hielo cristalino, vivimos el imperio del trascendido, patinando sobre él, avanzando en él.
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