DANIEL-FRAGOSO-EL SURTIDOR

El destino es la emancipación

En su libro “Sabiduría”, Michael Onfray escribe: Marco Aurelio conoció a Diogneto, un filósofo estoico que provocó un cambio en su vida: el joven quedó transformado y su vida tomó otro rumbo. En sus Pensamientos para mí mismo, el emperador-filósofo rinde homenaje a este filósofo en los siguientes términos: “De Diogneto he aprendido a evitar las futilidades; a no creer en las palabras de charlatanes y hechiceros que pretenden alejar a los demonios con sus conjuros y con otras cosas del mismo jaez; a no excitarme con el juego de las codornices y con otras bagatelas; a soportar las opiniones de los demás cuando son sinceras; a familiarizarme con la filosofía teniendo por maestros primero a Baquino [un filósofo platónico] y luego a Tandasio y a Marciano [otros dos filósofos desconocidos]; a escribir diálogos desde muy niño; a acostumbrarme al camastro cubierto de piel y, en fin, a las prácticas y disciplinas propias de un verdadero filósofo griego”.

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Este pasaje es revelador porque nos recuerda que la sabiduría busca la verdad que hay dentro de todas las cosas. Y según Platón, por ejemplo, podría definirse así: “Quien realmente ama aprender está dotado por naturaleza para luchar para encontrar el ser. No se detiene en cada una de las muchas cosas que se opina que son, sino que avanza y no flaquea ni abandona su intenso deseo hasta que alcanza la naturaleza de cada cosa. Y lo hace con la parte del alma a la que corresponde alcanzarla, con la cual se aproxima y se mezcla con el verdadero ser, engendrando inteligencia y verdad. Así adquiere el conocimiento y vive y se nutre verdaderamente, cesando entonces y no antes, sus dolores de parto”.

Regreso a Onfray, pensando en sus aseveraciones puntuales sobre que el destino es la emancipación de quien aprende: “La filosofía exige un maestro. No como los loros, que cantan sin cesar la misma canción que su domesticador. Ni como los ventrílocuos, que escriben, piensan y hablan como su maestro, hasta el punto de que uno siente vergüenza ajena cuando los lee, porque sus libros parecen plagios en el fondo, la forma, las palabras, el estilo y el tono de aquel al que emulan sin parar. A menos que aspire a ser el gurú de una secta, el buen maestro no desea que sus discípulos sean ventrílocuos, sino que se emancipen. Permite trazar una cartografía del mundo, dibuja mapas de la realidad, levanta planos topográficos de lo existente; lleva, por tanto, al conocimiento del ignorante lo que él sí sabe porque lo ha aprendido de otro.

Cartógrafo, geógrafo y topógrafo, el maestro describe: aquí la llanura, allí el pantano, más allá el bosque, en tal sitio el abismo y el precipicio, ahí el foso, más lejos las fieras y las serpientes venenosas, en tal otro sitio la arena sin alacrán. Representa los caminos, las vías, las sendas, los senderos, las carreteras, los pasos; también nombra los callejones sin salida, las calles que no llevan a ninguna parte; enseña los puertos, los refugios, las cabañas, los cobijos; cuenta los lugares peligrosos, los sitios inciertos, las zonas prohibidas, los barrios sospechosos. Luego, una vez realizado este trabajo, pone el plano topográfico en manos del viajero y le explica dónde están los cuatro puntos cardinales. Le da una brújula: indica el norte. Le ha explicado qué rutas se pueden seguir y qué caminos se pueden recorrer. Invita entonces al discípulo a emprender su camino, a decidir solo sus desplazamientos y a hacer su propio viaje, y no el que en otro tiempo y en otras circunstancias hizo él en el pasado”.