Le abrimos las puertas de par en par, con todo y alfombra roja de bienvenida. Dejamos que se meta y ande como Pedro por su casa. Una vez dentro, nos impone sus reglas de juego. Se adueña de nuestra intimidad. Roba nuestros gustos y hábitos. Piensa y actúa por nosotros. Así terminamos por convertir su rutinaria intrusión en vicio, en opio. Y encima, además de consolarnos con que esta dependencia es justa y necesaria, se la agradecemos. ¿Qué haríamos hoy, ¡oh, felices esclavos!, sin rendirnos ante tal amo negrero?
Antes, los televidentes con un poco de conciencia restringíamos a la sala o el comedor, acaso a la recámara, la ubicación hogareña de la caja idiota (sí, ríanse, pero así llamábamos al televisor los chavos setenteros). Ahora, al celular ni falta le hace tener un sitio fijo. Anda de metiche también en la cocina, en el patio, en el baño. No se diga en el trasporte público, en la escuela, en la chamba. Su omnipresencia es proverbial, tolerada hasta para interrumpir juntas importantes de trabajo o simples charlas con las amistades en una cafetería, al fin que primero es obedecer al aparatito que el deber o la convivencia.
Lo peor es que no queremos (acaso ni siquiera podemos ya) poner al celular de patitas en la calle. Llegó, pues, para quedarse en nuestro caótico paso por el mundo. La comodidad de guardarlo en el bolsillo lo exonera de cualquier pecado. Su engañosa facilidad operativa, su acceso inmediato a las redes, su espectro de opciones de uso (cámara, reloj, calculadora, alarma, agenda, archivo documental, grabadora, radio, etc.), también lo justifican. Por eso nosotros, sumisos a su poderío, lo manipulamos con neurótica rapidez, aunque en el fondo quien de veras esté manipulando al otro sea él. De herramienta eficaz, de innovador medio comunicante, de servicio imprescindible, pasa a ser simple enajenación.
Ya sólo falta que chateemos en directo o nos enlacemos mediante videollamada con el mismo Dios, al cabo está en todas partes, siempre disponible y atento. Y que abramos nuestro diálogo celestial con un “Padre nuestro que estás en el cel…”
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