Altivo, entrañable, retador. Mientras viví en la Ciudad de México, el Ajusco fue el referente vital de mi vicio andariego. Me agradaba tenerlo al alcance de los ojos, en la cercana lejanía, por encima del ruido infernal y los monstruosos edificios chilangos, aunque el esmog apenas me permitiera divisar su silueta. Creía verme allá, recorriendo sus llanos tapizados de pastizal y zacatón de montaña o sus ventosas laderas cubiertas de pinos, con mi mochila a la espalda y mis botas puestas, esas heroicas botas matavíboras Ten-Pac que compraba en una zapatería de Tacubaya, sucursal de la empresa hidalguense Tenería de Pachuca.
(Entonces el excursionismo aún no se denominaba senderismo, como ahora. Y yo era un excursionista finsemanero de hueso colorado. Solitario la mayoría de las veces, o con uno o dos montañistas colegas, igual de locos aventureros. Nostálgico, silencioso, introspectivo siempre. En eterna búsqueda de mí mismo. Sin esperar otro apapacho, aplauso o recompensa que el contacto directo con la naturaleza.)
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Una sola vez, acompañado de un amigo, trepé al Ajusco. Lo hicimos por el sur, por el zigzag de la ruta conocida como Viborillas. Había nevado ligeramente la noche anterior, lo que hizo más atractiva y, al mismo tiempo, más difícil la subida. Nos plantamos primero en la cima de Cruz del Marqués. Luego, en el Pico del Águila. Y descendimos por la vía del Espinazo hasta dar con nuestras remolidas osamentas en el defeño pueblo de Santo Tomás Ajusco. Nada del otro mundo, pues, pero equiparamos esta excursión a una hazaña. Así de fantasiosa era nuestra vocación juvenil de patadeperros.
Hoy el Ajusco, pese a ser un parque nacional y por tanto un territorio de preservación, natural, de equilibrio ecológico, de pretexto para reflexionar en torno a los valores de la vida cuando dejamos atrás por unas horas la enajenación urbana, carga la triste fama de haberse convertido virtualmente en una morgue, para no decir que también un cementerio. Personas desaparecidas, incluyendo entre ellas a simples amantes del excursionismo, acaso asesinadas, probablemente enterradas en fosas clandestinas. En lugar de una noble misión reforestadora, la violencia ha impuesto aquí la impotente tarea buscadora de seres queridos… o excavadora de sus restos. Y todos por haber cometido el “delito” de pasear y cambiar de aires para hacer después más llevadera su existencia. Doloroso, trágico, cruel resumen de lo que sucede en la mayor parte de la república. Y a unos cuantos pasos de la capital que se jacta de ser la ciudad de la esperanza.
Todavía me duele la radiante memoria de mis caminatas por los alrededores boscosos de la metrópoli: no sólo el Ajusco, sino las lagunas de Zempoala, la cañada de Contreras, los llanos y peñas de la Marquesa, Llano Grande, Río Frío, Tlamacas, las Navajas, El Chico, las Peñas Cargadas, la Peña del Aire, etc. Por convicción, empatía y solidaridad, yo también me considero un padre, una madre, un hermano, una hermana buscadora de quienes viajan a ellos y aún no regresan.
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