Toñita valora la convivencia que la cocina genera
En la comunidad de Lagunilla, municipio de San Salvador, Antonia Camargo Hernández es mucho más que una cocinera: es una guardiana de los sabores ancestrales, una mujer que ha convertido su pasión por la cocina en un estilo de vida, en un legado que honra a sus antepasados y sostiene a su familia. Con más de 50 años de experiencia frente al fogón, Toñita como le llaman con cariño en su comunidad, ha hecho de la cocina tradicional un arte que se transmite entre generaciones.
Antonia nació y creció en Lagunilla, una comunidad donde, según recuerda, “no había agua, no había nada”. Su infancia estuvo marcada por la escasez, pero también por la abundancia de enseñanzas y el contacto directo con la tierra. “Desde que tengo uso de razón cocino, mi mamá me enseñó todo. Iba con un cántaro a acarrear agua y pepenábamos lo que daba el campo. Había calabacitas de lluvia, habas, frijol tierno. La tierra era virgen, nos daba todo”, relata con nostalgia.
Aprendió desde pequeña a moler en metate, a recolectar agua de lluvia de las pencas de maguey y a preparar alimentos con lo poco que se tenía. “En esos tiempos el molito de olla se hacía con papas cimarrón. No había mucha comida, pero se aprovechaba todo”. Aquellas enseñanzas maternas marcaron su vida y hoy son la base de su cocina.

Una tradición que no se olvida
Antonia no sólo cocina, también educa y preserva la historia culinaria de su pueblo. Con cariño rememora cómo levantaba a sus hijas a las 4 de la mañana para ayudarla a preparar tortas y sándwiches que vendían para salir adelante. “De ahí salió para que estudiaran, para que tuvieran una carrera”, dice orgullosa. Aunque sus hijos no siguieron sus pasos en la cocina, sí han sido parte del esfuerzo, ayudando desde pequeños en el negocio familiar.
Desde hace tres años, Antonia tiene un pequeño puesto de comida en su comunidad, al que llamó “Toñita”. Aunque reconoce que la economía es difícil y la salud a veces le falla, nunca ha dejado de cocinar. “Para mí, 10 o 50 pesos son socorridos. Lo más importante es que tenemos salud, abrimos los ojos cada día, y eso es una bendición”, comenta con sabiduría.
Antonia no sólo cocina, también educa y preserva la historia culinaria de su pueblo
Entre sus platillos favoritos destaca el caldo de gallina de rancho, que prepara con esmero: “Primero hay que criar la gallinita. Cuando ya tiene un año, se cuece con garbanzo y arroz, y se acompaña con salsa de Xoconostle, cilantro y el limón ese es el sabor de nuestra tierra”.
Su menú también incluye delicias como mole de olla, mole verde, rojo, habas, quelites, orejones, calabaza seca guisada en pipián y alberjón. “Todo lo que se siembra en la comunidad se aprovecha, se cocina. Eso es lo que vendemos: lo que somos, lo que cultivamos”.
Más allá de la comida, Toñita valora la convivencia que la cocina genera. “Me gusta guisar, pero más me gusta convivir con la familia, con la gente. Eso no se debe perder”, asegura.

Cocinar como forma de vida
Cuando se le pregunta si volvería a elegir ser cocinera, responde sin dudar: “¡Ay sí! Me encanta, es mi arte, mi amor. Aunque a mi familia a veces no le guste tanto, yo lo disfruto. Y cuando prueban los tamales, todo lo que hago, me dicen que queda riquísimo”.
El mayor reto de Antonia ha sido sacar adelante a sus hijos, y lo ha hecho con la sazón de su alma. Hoy, a sus 64 años, sigue encendiendo el fogón con la misma pasión con la que su madre le enseñó. “El día que abrimos los ojos es el mayor regalo que Dios nos da. De ahí en adelante, todo se puede”.
Antonia Camargo Hernández es el rostro de una gastronomía que resiste, que se enraíza en la memoria, y que da sabor a la vida, incluso en los días más difíciles. Su cocina no es sólo alimento: es historia, comunidad y amor.

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