Efrén Rebolledo fue embajador en Japón; Amado Nervo, en Uruguay, Alfonso Reyes, en Argentina; Alfonso Cravioto, en Guatemala; Octavio Paz, en India; Carlos Fuentes, en Francia; Rosario Castellanos, en Israel; Fernando Benítez, en República Dominicana…
Que en tiempos pasados cada gobierno invitase a un miembro de la intelectualidad mexicana a encabezar una embajada, aun cuando su experiencia diplomática previa fuese nula, era un movimiento ajedrecístico inocuo y entendible, al menos bajo el enfoque de la clase política. Y la nación receptora solía tomar con beneplácito tales designaciones, porque las consideraba intentos sinceros de cercanía, amistad y mutua cooperación, no solamente económica sino ante todo artística y cultural, por parte de México. Hubo países que incluso manifestaron su gratitud por tener a alguien así como representante del nuestro.
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No creo que suceda igual con las recientes sugerencias presidenciales de nuevos embajadores y cónsules (o para usar la muletilla culturoide de moda: les aplico el beneficio de la duda). Entre las propuestas resaltan varias que han causado polémica, tanto desde lo ético como desde lo operativo. Expongo ahora un par de preguntas alusivas a uno de tales casos, el más sonado: 1) ¿De veras las acusaciones de acoso sexual que circulan en torno al historiador Pedro Salmerón equivalen a una maquinación fifí o conservadora? 2) ¿De veras su autoría de un libro «de primer orden» (el jefe del Ejecutivo dixit) acerca de Francisco Villa constituye a priori la mejor garantía para administrar con eficacia una embajada, puesto que el nominado no es diplomático de carrera?
Manejar nuestra política exterior no es enchílame otra. Cualquier nombramiento, con mayor razón el de embajadas y consulados, ha de obedecer a razones menos políticas que técnicas y curriculares. También, desde luego, debe analizar la personalidad y conducta de quien se tiene en mente para defender y promover en el extranjero todo lo mexicano, no nada más el contexto sexenal en donde se inserta. Por desgracia, la historia mundial de las relaciones internacionales consigna numerosos ejemplos de diplomáticos de la peor ralea, harto cuestionados por sus declaraciones o comportamientos, y casi siempre se trataba de funcionarios elegidos a modo para pagar compromisos políticos o para cumplir fines nada inocentes (nosotros mismos lo sufrimos en carne propia con Henry Lane Wilson, anfitrión y firmante en 1913 de aquel ominoso Pacto de la Ciudadela, alias el Pacto de la Embajada).
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Escribir la Historia, entendida como la huella testimonial de las relaciones entre los seres humanos y entre ellos y la naturaleza, es una actividad científica necesaria, digna de respaldo institucional. Para esta y muchas otras tareas del saber existen las universidades y academias de investigación, no para que se les tache de entes ajenos al pueblo o formadores de alumnados aspiracionistas. Pero si la consecuencia de tal ejercicio, si el libro generado —por magnífico que se le suponga— se convierte en la única excusa ofrecida públicamente para enviar a una legación a quien lo escribió, lejos está de la sensatez tal argumento.
Ah, y la otra cereza del pastel: terminar la lotería de una discutible gubernatura para recibir en seguida el suertudo cachito de una embajada o una sede consular. Me cuestiono si con premios así demuestra México su amor por el mundo.
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