Enrique BYN

Din, don, dan, las palabras lo dirán

Como le aconteció al niño Juan José Arreola, el amor hacia las palabras entró a mi infancia por el oído. ¡Ah, su sonoridad, su fuerza expresiva, sus letras acariciantes! Nunca supe qué diablos era eso de gutapercha, pero el pellejo se me enchinaba con sólo pronunciarla. Lo mismo me producía el retintín de las ches en chichimbré, chipi-chipi, chiquihuite, chinampina, chimistreta, chafaldrana. En las papelerías halagaba mi vocación auditiva cuando iba en busca de diamantina o de papel paspartú. De los juegos de mesa, uno de mis predilectos fue aquel de nombre exótico: el parkasé. Y solía yo abrir tamaños ojotes cada que escuchaba sacapuntas, portaplumas, rompecabezas, espantasuegras, tumbaburros, tentempié, patadeperro, correveidile, correquetealcanza u otras voces compuestas.

(Años después, ya en mi rol de aspiracionista a sociólogo unamero, me dejé seducir por los conceptos campanudos, y aun llegué a inventar dos que sorrajé en mis primeras colaboraciones periodísticas: diariedad y mismidad enajenada. ¡Santos devaneos, Batman! No dejo de ruborizarme al recordar semejante osadía, propia de todo jovenzuelo sesentero que jugaba al academicismo para explicarse el mundo.)

Hoy, cuando disfruto el ostinato machacón de Sensemayá, de Silvestre Revueltas, me resulta imposible no tararear al mismo tiempo el canto para matar una culebra en el cual se inspiró, gracias a la pluma de Nicolás Guillén: ¡Mayombe, bombe, mayombé! Si de Jaime Sabines leo su Tarumba, asocio este título a otra voz tan chiapaneca como él: marimba, y ésta me lleva a más africanidades lingüísticas que pululan en varios rumbos de México: bamba, rumba, conga, chuchumbé, merecumbé, zacamandú. Y al viajar, los topónimos que la carretera entona a mi paso son como música celestial para mis tímpanos: Saltabarranca, Tlalchiyahualica, Tingüindín, Bacadéhuachi, Canguihuindo, Chikindzonot, Güendulain, Tancuayalab, Hualahuises, Bacubirito, Parangaricutiro, Cheranástico, Mozomboa.

De un tiempo para acá, por más orejas que abro, no encuentro en la mayoría de los términos de moda dentro de la jerga política y los medios internéticos esa chispa, ese plus, esa musicalidad tan rica y emblemática de lo mexicano. Parecería lo contrario, que cada día demostramos ser más ingeniosos, pero la realidad es que la polarización nos atrapó ya en sus redes. Entre lo “políticamente correcto” y la diatriba o el improperio, media ahora un hilo tan delgado que asfixia la creatividad y vuelve tóxica la comunicación. Nos importa más la adjetivación pedestre, el quién es quién, lo incendiario, el linchamiento. Así es como empleamos (corrijo: malgastamos) el lenguaje.

En la rica paremiología nacional hay un refrán que advierte: “Cada campana suena según el metal de que está hecha”, para significar que las cualidades o defectos de origen determinan la buena o mala manera en que alguien o algo se hace notar. ¿A qué suenan hoy nuestras campanas en materia política? ¿Qué badajo estamos empuñando para tañerlas? ¿De qué campanario penden?… Frente a la duda, y antes de que doblen a muerto por querer echarlas a vuelo, me quedo con otra resonante paremia: “A consejo ruin, campana de madera”. O mejor con su variante: “A palabras vanas, ruido de campanas”.


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