Dime cómo lees y te diré quién eres

Soy reacio a las lecturas ultrarrápidas, ésas de dos o tres sentadas, de pisa y corre, de pícale que ya se me hizo agua la boca para comerme otro libro sin haber masticado bien el anterior. Odio trampear párrafos, páginas o capítulos completos, saltándolos como si compitiera en una carrera de obstáculos o contra reloj. Tampoco envidio a quienes sí tienen esa manía, que para mí sería compulsión, como si entre más veloces lean más asimilan la esencia y menos se distraen con la hojarasca del escrito. Mi ansiedad —si no es que vicio— por conocerme a través de la literatura, no llega a tal extremo.

Me halagan las dosis pequeñas, las degustaciones, los paladeos al texto. Saboreó letra con letra, línea tras línea, un folio después de otro. Tomo sabrosas bocanadas de aire fresco si hay un buen manejo de la puntuación, cuando cada coma, cada punto-y-coma, cada punto-y-seguido, cada punto-y-aparte, cada punto-final, tienen un correcto porqué y un necesario paraqué. Mejor aún si el diseño editorial del libro, la distribución armónica de su contenido, el tipo y tamaño de la letra, favorecen el posar y deslizar sabrosamente los ojos en el papel.

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Ah, y no cualquier papel. Rehúyo de los que son delgados en exceso, tipo papel calca, como telita de cebolla, por ser traslúcidos y porque me dificultan cambiar de página. De un deslumbrador papel bond a un opaco papel revolución (aquel de color cafecito, como el de las viejas galeras de tipografía en el medio editorial), opto siempre por el segundo. Su textura, desde luego, también entra en mis preferencias de elección. Prefiero las hojas gruesecitas pero suaves, aunque no desdeño las bastas o rugosas, aunque parezcan lijas. Y me atraen los ejemplares empastados, con mayor razón los que yo mismo encuaderné en tiempos mozos.

Huelga precisar que no leo solamente con la vista. Lo hago asimismo con el tacto, acariciando a veces el lomo del libro; con la salivación que me produciría un manjar; con la audición del rumor de las hojas entre mis dedos; con la aspiración del olor, no sólo a tinta y papel, sino al humor que le impregnó antes otra persona lectora. Diría alguien con vocación hacia la sexología: atravieso la fase de meseta —visual, táctil, gustativa, sonora, aromática— previa al orgasmo. Una experiencia íntegra.

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Por todo ello es que ejerzo mi lectoestilo con deleitosa parsimonia. Despacio que voy de prisa. Paso a paso constante, de buen andariego. Así aprendí la corrección de estilo: sin manuales, sin tratados académicos, sin guías consejeras de supuestas formas mejores de redacción. Nada más fijándome, hasta el mínimo detalle, cómo escribe la gente que publica, cómo plantea y desarrolla el tema, cómo le intercala áreas de reposo, cómo concluye la trama. Y en un cuento o novela, cómo entrecruza y enlaza a los personajes; verbigracia, la admirable maestría narrativa de Rosario Castellanos en Oficio de tinieblas.

Saber cómo leer es un don que quienquiera, con paciencia, constancia y apertura, puede hacer suyo. De esta manera también sabrá cómo redactar cuando le entre el impulso de sacar los demonios literatos que lleva ocultos en su otro yo.