¡Cuántos casos pululan por el mundo con este síndrome! Gente sicológicamente enferma que se obsesiona en hablar sin mesura, en soltar choros por mayoreo, en darle vuelo irrefrenable al blablablá. Le tiene horror al silencio, a la pausa meditativa, a darse unos segundos para pensar antes de mover los labios sin ton ni son. Aunque jamás acepta que lo está haciendo de forma deliberada, se relaciona con todos los demás mediante la incontinencia de la lengua. Su arma suprema de ataque es el verbalismo. Y mientras más cáustico, mejor.
Una estrategia eficaz, sin duda, mayormente en el ámbito político. Sirve para ganar, sostener y expandir el poder. Impone, a conveniencia suya y como algo de lo más natural, nuevos significantes discursivos. Descalifica a quien intenta resistirse, enjaretándole epítetos fuera de contexto, repitiéndolos como verdad absoluta. Atemoriza, avasalla, doblega con su sola palabrería, con el amago de ejercer represalias, que para eso se inventó el imperialista derecho de corso.
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El Tío Sam —¿huelga aclarar que ahora su papel lo personifica un perturbado mental, por mal nombre Donald Trump? — es el diarreico verbal por antonomasia. Engallado tras de recibir la mayoría de los votos estadunidenses, entre estos los de no pocos e ilusos migrantes latinos, sobre todo mexicanos, se siente feliz de padecer tal soltura de garganta. La alimenta su ego extremo, con base en la impunidad de que goza tras casi haber sido recluido en una cárcel por varios delitos. Como si durante los cuatro años de espera entre su primer periodo al frente de la presidencia y el actual hubiera incubado a propósito los gérmenes del chorrillo que vierte al planeta entero, comenzando por su muy odiado México.
En su correquetealcanza conceptual nos tacha ya de invasores y así justifica cualquier acción unilateral suya, arancelaria o, en una de esas, hasta armada, para responder a nuestra falaz “invasión”. Como expliqué en una de mis recientes columnas, es el mismo embuste, la misma trapacería inventada por Polk en 1847 al mandar tropas a suelo mexicano y obligarnos a venderle más de la mitad del territorio. ¿Quién, pues, está invadiendo a quién? La única diferencia es que antes a la charlatanería yanqui se le nombró Manifest Destiny [‘Destino manifiesto’] y hoy Trump la denomina Make America Great Again [MAGA, por sus siglas en inglés; léase: ‘Haz grande nuevamente a América]. ¡Ay, palabrejas mágicas, tan cursienta una como la otra!
En boca cerrada no entran moscas, reza uno de nuestros sabios aforismos. Pero nadie lo aplica al norte de nosotros. Y tal parece que ningún remedio casero al sur del Bravo serviría para ponerle un tapón a la prepotente boca del inquilino de la Casa Blanca.
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