Enrique Rivas columna Vozquetinta

Derecho a mí mismo

Como buen setentero, escribí a los 21 años un pretencioso articulito, según yo muy profundo, Lo titulé “Mismidad enajenada” y salió publicado en la penúltima página de un tabloide, de esos periodicuchos estudiantiles que circulaban marginalmente en los campus de la UNAM. Lo novedoso de mi dizque ensayo era aquello de la ‘mismidad’, concepto que entonces creí inventar calcándolo del inglés selfness, pero sin saber que ya existía en español, al grado de estar incluido hasta en el Diccionario de la Academia, y no con una sino con tres acepciones: “Condición de ser uno mismo”, “Aquello por lo cual se es uno mismo” e “Identidad personal”.

Descubrí el Mediterráneo, pues; el agua tibia, el hilo negro, el hueso del aguacate. Lo importante, sin embargo, fue el hechizo que después ejerció en mí ese concepto que me saqué de la manga como método analítico. No, con ‘mismidad’ no quería significar ‘personalidad’, porque ésta puede ser común a miles de personas, sino ‘individualidad’, lo solamente mío, lo propio, lo único. De ahí mi eterna resistencia a enajenar mi mismidad, de volverla ajena, de renunciar a mi condición de ‘uno mismo’… (¡Uf, qué galimatías filosófico!).

Puedes leer: De matices, tonitos y tonos

Cada quien es dueño de la mismidad que ha heredado y forjado. Heredado, porque en su ADN, además de genes con rasgos físicos, lleva los caracteres, historias y experiencias de sus generaciones familiares previas. Forjado, porque amplía y enriquece su propia genética con los saberes, pensamientos y vivencias personales a que se va enfrentando. Para el primer caso, nuestro riquísimo lenguaje mexicano creó un expresivo verbo: ‘abuelear’ (también he oído ‘bisabuelear’). Para el segundo caso no hay un verbo específico, que yo sepa, pero algún día le inventaré uno (previa ojeada al tumbaburros de mexicanismos, por si las moscas).

Y ahora, ¡gulp!, ¿cómo explicar con palabras no domingueras la susodicha mismidad? Digamos que es como nuestro iris, nuestras huellas dactilares, nuestras líneas de la mano. Lo que caracteriza en exclusiva a un individuo y lo distingue de otro cualquiera, por más que se parezcan físicamente entre sí o, casualmente, tengan idénticos nombres y apellidos. Una suerte de cartilla intransferible de identidad, de CURP bio-psico-sociométrica. Algo que, en principio, y por ética, no debería venderse, negociarse ni traficarse a cambio de nada, mucho menos usurparse o clonarse, aunque esto último sea ya una amenaza inminente por parte de la Big Sister, alias Inteligencia Artificial.

Ejercer mi mismidad es un derecho; un derecho divino, lo llamarían los teólogos; un derecho natural, los no creyentes; un derecho inalienable, los juristas. Tengo derecho a pensar por mí mismo, a disentir, a no aborregarme, a oponerme al establishment, a trazarme caminos como se me antoje. Que digan misa, si quieren, pero no concibo otro modo de pertenecerme; en una palabra: de serme, aunque a muchos les parezca que tomo la misma postura fanfarrona de aquella divertida canción ranchera de Manuel Esperón y Felipe Bermejo, entonada por Pedro Infante: “Yo soy quien soy, / y no me parezco a naiden”.


Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *