Enrique Rivas columna Vozquetinta

Del renacentismo como vocación

Admiro a quienes tienen la virtud de fijar su mirada académica en tiempos y espacios remotos para replantearlos en el presente. Analizo los métodos y técnicas que siguieron para practicar ese viaje intelectual de ida y vuelta.

Aplaudo, si me convencen, sus aventuradas respuestas a preguntas que el ayer dejó flotantes en el aire. Agradezco sus enseñanzas porque me motivan a recorrer mis propias veredas de investigación. Así, a manera de un venturoso retorno a Ítaca, concibo el espíritu renacentista de la Historia.

Arquitectura, Música, Literatura: he ahí las tres principales ramas con que identifico mi veneración hacia el árbol de cualquier Renacimiento. Arte, ciencia, pensamiento, forma, sustancia. Lo visible y lo oculto; lo explícito y lo implícito; lo objetivo y lo subjetivo. ¿Quién dice que solamente antes, en tiempos humanistas, podían verse las cosas desde la perspectiva de un todo trascendente?

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Primera rama: la Arquitectura. ¡Qué de interrogantes me hago en cada excursión por el pasado monumental de mi país! ¡Con cuántos ejercicios de imaginación juego para recrear cómo se habrá construido tal templo prehispánico, tal convento o acueducto del siglo XVI, tal capillita del XVII, tal palacete dieciochesco, tal hacienda decimonónica, tal casona art-nouveau o art-deco! ¡La de filosofías y conceptos del mundo que descubro en cada uno de esos inmuebles: su ubicación espacial, su trazo, la talla de sus piedras, sus pinturas murales, ¡la imaginería de sus retablos! Cuestión no sólo de verlos sino de saber escuchar su mensaje desde el silencio y la soledad.

Segunda rama: la Música. Me complace hallar en viejos libros y documentos ciertas coplas o giros del lenguaje que siguen vigentes en nuestro cancionero popular. Y no se diga los numerosos “sonecitos de la tierra” o “sonecitos del país” de fines del siglo XVIII y principios del XIX, porque en ellos se fincan las raíces de varios huapangos tradicionales, como El gustito, La manta y La leva; de sones carnavaleros, como La polla pinta, Los enanitos y Las pulguitas; de danzas indígenas, como las de Tocotines, Mecos y Huehues; o de piezas ceremoniales, como ese entrañable himno florido que es, para nosotros los huastecos, la Xochipitzáhuac. ¡Alabada sea su continuidad!

Tercera rama: Literatura. ¿Qué mejores “códices” literarios que la Poesía indígena de la altiplanicie, recopilada por Ángel María Garibay Kintana, y la Visión de los vencidos, por Miguel León-Portilla? ¿Qué plumas más ricas que las de Sor Juana, Alarcón, Clavijero? ¿Qué filones más jocosos que los de El Negrito Poeta, Fernández de Lizardi, Anastasio de Ochoa? ¿Qué crónicas más ilustrativas de lo cotidiano que las de Prieto, Payno, Altamirano? ¿Qué verserías más ejemplares que las de Othón, Díaz Mirón, López Velarde?… No saben lo que se pierden quienes no leen a estos autores, y todo porque los dan por muertos en la cultura mexicana actual.

Las redes sociales han hecho un dios del enciclopedismo. Sin embargo, su incesante bombardeo, su aluvión de notas, su estampida informativa, nos orillan más a la compulsión que al recogimiento reflexivo. No cuestionamos datos, no contrastamos puntos de vista, no verificamos fuentes. Preferimos juzgar a priori, alborotar la jicotera, polarizar todavía más el ya de por sí tóxico ambiente. ¡Qué lejos parecemos estar de la saludable vuelta de hoja que significó el Renacimiento después de la oscurantista Edad Media!

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