Cierto mediodía dominical, allá por los remotísimos años setenta, vi en el tianguis de la Lagunilla un libro que me atrajo sobremanera. Inquirí su precio, poniendo la acostumbrada cara de indiferencia en casos así. «Tanto», respondió el noble mercader de cultura libresca. «¿Tanto menos?», le pregunté. «No, cuesta tanto», sostuvo. «¿Ni tantito menos siquiera?», neceé. «Oiga, ¿ya se fijó que está autografiado por el autor?», dijo mientras me mostraba la primera página del volumen. «Pues sí, pero no a mi nombre», argumenté tontamente. Aún recuerdo aquel irónico tono generacional con que silabeó mi obvia chamaquez: «¡Mire, jo-ven-ci-to: usted debería saber que un libro autografiado vale más caro, sin importar que la dedicatoria no esté a su nombre; también debería saber que la Biblioteca Nacional tiene una sección exclusiva para obras autografiadas; también debería saber que…!» Y siguió con su cátedra-sermón. Y en mi calidad de iluso, indefenso, compungido jo-ven-ci-to, no tuve otro remedio que apechugar su perorata-reprimenda.
¡Aaah, los autógrafos autorales! ¡Cuánta tela, no sólo literaria sino histórica y aun sicológica, podría cortarse en torno a ellos! Hablo, por supuesto, de los escritos de puño y letra en la hoja falsa o la portadilla del libro, no de las dedicatorias impresas de origen, aunque éstas igualmente merecerían un análisis (verbigracia: la zalamera, intrascendente y, por lo mismo, desechable, al tal duque de Béjar en El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, comenzando porque, según la Real Academia Española, “no salió de la pluma de Cervantes sino que debe atribuirse al editor”).
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Si el autógrafo es por mero compromiso, o va destinado a una persona desconocida, o lo dirigimos a alguien con cuya ideología o carácter tenemos choques frecuentes, solemos caer en el aséptico y telegráfico “Para Fulano o Fulana, de Mengano o Mengana”. A veces, buscando ser originales y profundos, nos da por soltar un choro kilométrico, garrapatear un galimatías o excedernos en vocablos y frases domingueras. (Alguna vez resumí este dilema en la siguiente quintilla: “Bien lo sabe quien escribe: / dedicar no es algo fácil; / debe hacer un texto grácil, / conciso, humilde y proclive / a que lo sincero prive”.)
Tampoco podemos negar el papel que juega lo afectivo en la interacción de los actores o actrices del acto dedicatorio, sobre todo cuando existe un fuerte vínculo entre ambos. Tal vez por ello, pongo en muy alta estima estos tres de los muchos que enriquecen mi biblioteca: “Para [ERP], que entiende tan bien los apasionamientos por los terruños y las regiones” (Luis González y González, La querencia, autografiado en 1984); “Para [ERP], quien lleva México en su corazón” (Mariana Yampolsky, La casa que canta, en 1987); “A mi colega [ERP], compañero de viaje por los nahuatlismos de México” (Carlos Montemayor, Minas del retorno, en 2014).
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Y por cierto, nunca está de sobra una pizca de cautela. No nos vaya a ocurrir como al lector aquel que vendió en un puesto callejero su ejemplar autografiado, sin imaginar que el autor ─amigo suyo─ pasaría tiempo después por ahí, descubriría el triste fin de su libro, lo compraría y lo devolvería a su primer dueño, pero ahora con un segundo autógrafo debajo del anterior: “Para ti, otra vez; ojalá no reincidas en venderlo”.
P.D. La anécdota final, palabras más, palabras menos, me la platicaron. La anécdota inicial sucedió textualmente y terminé pagando el precio estipulado desde el principio por el vendedor. Para fortuna mía, fue raíz de la empática relación librero-cliente que tuvimos a partir de entonces… y de la sonrisa cómplice que jamás nos regateamos.
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