Apenas me entero que antier fue Día Mundial del Arte. Que la fecha fija, 15 de abril, es a propósito del natalicio de Leonardo Da Vinci. Que lo propuso una asociación internacional en 2012. Que la Unesco lo oficializó —sin mucha pompa divulgativa, según parece— en 2019. Que su celebración ha de ser excusa para extender, promover, difundir y reflexionar en torno a lo que pregona: arte.
Un día, sin embargo, de asunto vago o impreciso, porque “arte” es un concepto tan acomodaticio que puede abarcar todo o muy poco, a contentillo de quien lo manipule. Un día volátil, como muchos inventados por decreto, cuya conmemoración suele reducirse al incienso de un discurso ripioso, llenos de frases sobadas y lugares comunes. Un día al cual le aplico el beneficio de la duda porque siento que no satisface otro objetivo básico: urgir a los Estados a defender y preservar su patrimonio artístico, siempre en riesgo de caer en voracidades mercantiles u oportunistas caprichos políticos.
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En el fondo, un día así carga el pecado original de concebir el arte como ornamento; en consecuencia: una acción no prioritaria o, de plano, prescindible. Un lujo exclusivo de personas pudientes, selectas o cultivadas (conste: no uso el trillado calificativo de “cultas”). Algo eventual, para llenar momentos de ocio, no un suceso ordinario. Y el colmo: siempre adentro de museos, galerías, auditorios, archivos, casas de cultura, similares y conexos de la república mexicana. Dicho de otra manera: ese arte enemigo del sol, reacio al aire libre, que considera la calle, la plaza, el jardín, el parque, el quiosco, el andador, la barda, el muro, como territorios populacheros, impropios, degradantes de su elitista misión.
(Va una tercia de sencillos ejemplos de lo contrario: 1. El grupo mixto Tres en Línea, buenos amigos míos, que se la pasan tocando, cantando y a veces hasta bailando huapangos en los vagones del Metro. 2. Los chavos y chavas que se plantan con sus atriles en las aceras de mi querido Real del Monte para interpretar música académica de cuerdas. 3. Los videos de flashmobs, disponibles por internet, de instrumentistas y voces que improvisan conciertos en vías peatonales, plazuelas, corredores urbanos, cafeterías banqueteras, atrios de iglesias… ¡Cómo me conmueven estas manifestaciones de arte transeúnte!)
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Si el arte tiene ya un día mundial de pretexto festivo, éste debería servir también para impulsar políticas públicas que faciliten, tanto a creadores como a promotores, trabajar con ilusión y seguridad jurídica en él. Pero oficialmente no existe, sabemos, el menor asomo de apoyo institucional a este mercado digno, incluso necesario, aunque por desgracia inestable y regateado. Hoy, entrégame la obra o cumple la tarea que te pedí como profesional del arte; mañana (bueno, un día o un mes de estos), si me autorizan el presupuesto, te pago.
Felipe Ehrenberg publicó en 2000 un atractivo libro-manual que comenté durante su presentación en la pachuqueña galería Botalín (recinto de muy grata memoria): El arte de vivir del arte. Me quedé entonces con deseos de parafrasear en voz alta aquel título, dejándolo en El arte de vivir del… aire, y así se lo expresé tras bambalinas al autor. «Estoy de acuerdo contigo: de eso, de aire, sobrevive el artista», me respondió sonriente. De eso, y también de homenajes sin mayor trascendencia como el Día Mundial del Arte, agregaría yo ahora.
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