¡Qué efusivos éramos hasta hace un par de años en México al encontrarnos con alguien y mostrarle nuestra complacencia de verle o felicitarle por cualquier motivo! No bastaba con un fuerte apretón de manos sino que recurríamos a nuestra manera peculiar de abrazar, tan distinta a la de las pocas naciones donde también, aunque allá lo hagan nada más de vez en cuando, se dan un discreto acercamiento corporal para manifestar regocijo. Expresábamos camaradería, afinidad, admiración, cariño, quizá pasión erótica, o todo ello junto, con los brazos propios y los ajenos aprisionándonos durante un largo, gozoso instante. Y desde luego, entre más tiempo y de forma más ruidosa palmease un mexicano la espalda contraria, mejor.
A propósito escribí en pretérito el párrafo anterior, porque mucho me temo que el cambio en este y en otros códigos de comportamiento cotidiano pinta para ser irreversible. Hoy, incluso en el extremo de no poder evitar o contener el afán de abrazarnos, un contacto así nos restringe a la acción de arquear los cuerpos, empinar las nalgas y colocar con temor los dedos en los antebrazos, los codos o, si tanta es nuestra compulsión, los hombros de la otra persona. Polvos simbólicos de aquellos presenciales y, al parecer, obsoletos lodos.
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La pandemia condujo a un nuevo tipo de saludo, cada día más común: el roce ligero de los respectivos puños derechos; o cuando queremos exteriorizar mayor dicha o gratitud: el choque suave, reiterado, de los cuatro puños, como apapachándonos mutuamente. Hemos metido los abrazos en el baúl de la nostalgia, para remplazarlos, primero, por codazos, y de unos meses a la fecha, puñazos. ¡Quién iba a pensar en la era prepandémica que el hecho de acercarle el puño a alguien dejaría de ser una actitud amenazante o agresiva hasta volverse un aséptico rito de urbanidad y buenas maneras —al estilo Manual de Carreño— que todo mundo usa ya cada día para presentarse y despedirse!
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Igualmente, claro, se han alterado los gestos, las posturas, los usos, las costumbres. Y con ello, nuestra percepción de la intención de cada conducta humana. ¿Cómo averiguar si tras el cubrebocas de quien está frente a nosotros asoma la sonrisa que tanto deseamos o, por el contrario, la mueca de fastidio, de rechazo, de menosprecio, que nos partiría el alma? ¿Cómo interpretar el que alguien, como si se tratase de la reacción más normal, saque de inmediato un atomizador de gel y se lo aplique obsesivamente, sin ocultárnoslo, después de recibir nuestro saludo con el puño? En el primer caso, la solución, nada fácil, sería aprender algo para lo cual la existencia contemporánea carece de escuelas: saber leer la mirada. En el segundo caso, urge editar un best-seller sobre resiliencia que en diez lecciones nos aporte las recetas conductuales más prácticas a seguir en circunstancias de tal índole, sin perder la cordura… o la vida en el intento.
Saludarnos a puñazos es la comunicación interpersonal de ahora. Mañana o pasado podría generalizarse otra (¿hombrazos?, ¿caderazos?, ¿piernazos?, ¿piesazos?). Quiérase o no, los abrazos ya forman parte del ayer. ¡Cómo duele, sin embargo, que a estas alturas del partido los balazos no hayan terminado también por ser historia!
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