Enrique Rivas columna Vozquetinta

Dejarse releer

De los varios criterios que siguió el regiomontano Gabriel Zaíd para integrar su insuperable Ómnibus de poesía mexicana (México, Siglo XXI Editores, 1971), uno en específico atrajo mi admiración. Zaíd lo precisa, con su loable tendencia a escribir de forma breve y concreta, en la presentación de ese titánico libro, ya clásico, digno de innumerables reimpresiones: “No hemos dicho: Celedonio Junco de la Vega merece figurar entre los modernistas, y de su obra lo más representativo es «A un pajarillo». Hemos dicho: a propósito de sonetos de exploración, éste, trisílabo, bien logrado y curioso, se deja releer.”

¡“Se deja releer”! ¿Qué mejor pretexto para seleccionar algo de nuestra selva literaria y publicarlo en una antología de divulgación? Cuando un texto cualquiera impulsa, motiva, invita a practicársele una segunda lectura, es porque da un paso más allá de lo instantáneo y, por tanto, de lo efímero; en otras palabras: porque trasciende. Su mensaje, los sentimientos que proyecta, la idea que trasmite, siguen siendo tan importantes como en su versión original, o más, si se les mira (y desde luego, se les lee) con nuevos ojos.

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“Todo empezó por releer”, admite el también autor de Cómo leer en bicicleta, “por marcar los poemas preferidos, por la sorpresa de encontrar marcas de un gusto que no siempre se reconocía”. Dichas marcas las hizo en libros que alguna vez leyó y ahora volvía a leerlos, en principio bajo la perspectiva de un recopilador por encargo, pero quizá disfrutándolos con mayor emoción y asombro que la primera vez. Porque, como bien señala, “leer y releer, por años, sin prisa, vuelve otro al lector y otra su lectura, al paso de esa extraña experiencia de la vida que es la lectura misma”.

Mis libros predilectos son aquellos que he leído, parcial o totalmente, varias veces. Me coquetean cuando los hallo por casualidad al sacudir o revolver mis libreros en busca de un ejemplar no literario que necesito para menesteres de otra índole. Si llevo prisa, nada más los hojeo; si tengo tiempo, los ojeo al azar. Parte de este rito consiste en gozar los subrayados con que los herí en ciertos pasajes; las apostillas que les hice al pie o al margen; los puntos y comas que mi vicio por la corrección de estilo o mi manía por la limpieza editorial se atrevió a marcarles. Saben que todo ello los hace mis favoritos y por tal motivo disputan entre sí el privilegio de que los relea.

“Antología de lector”, califica Zaíd a su Ómnibus (es decir, a su «para todos», que eso quiere decir en latín la palabra ómnibus). Antología de lector y, diría yo, si don Gabriel me permite enmendarle la plana: de relector. Porque no se me quita la maña de abrir su rechoncho libro cada vez que dispongo de algunos minutos y releo, así sea como breviarios, sus “imágenes que hieren para siempre los ojos”; sus “músicas del oído, la articulación, el espacio, la sintaxis”; en suma: sus “felicidades de expresión que liberan porque son libres”.

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