Debatir es discutir. Y discutir lleva implícita la idea de vehemencia, de ardor, de pasión, Está en los genes mismos del verbo; de lo contrario, es una mera expresión de opiniones opuestas, muy sana pero fría, monótona, incluso aburrida. Mientras más encendido un debate, sobre todo político, mejor, aunque después no impacte en el número de votos. Esto último no es su objetivo, sino amedrentar a la otra parte, sacarla de sus estribos, golpearla sin clemencia.
No cualquier golpe. De preferencia ha de ser con un bate. Largo, pesado, contundente. No un bate en busca del jonrón o al menos del jit, sino del roletazo que, al hacer rebotar a la pelota en el césped, la bala (perdón: la bola) vaya a dar derechito al rostro del rival. Un bate esgrimido no para disuadir, sino como arma de ataque, Un bate, en suma, a manera de tolete o de cachiporra. Quien supo manejarlo con mayor eficacia o contundencia, ganará.
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¿“Ganar” un debate? Desde ahí deberíamos empezar a cuestionarnos. Significaría que estamos, en la menos agresiva de las metáforas, ante un partido de beisbol, de futbol, de tenis, de volibol, de baloncesto; en la peor, ante un match de pugilistas donde abundan los golpes bajos, donde los cabezazos ponen la nota de color, donde el nocaut (usaré una muletilla común entre comentaristas deportivos: un nocaut por la vía del cloroformo) y no el triunfo por decisión unánime del jurado (traducción: del público) sea el parámetro idóneo. Cada contendiente, así termine con los ojos moros, la boca sanguinolenta y las orejas de coliflor, se apresurará a declararse ganador único y se fajará el casto cinturón del campeonato.
Los votantes potenciales, en cambio, asistimos a un debate como morbosos testigos de piedra. No solemos analizar y contrastar las pocas propuestas viables que se vierten; no acostumbramos fruncir el ceño como señal de duda ante la desbordada oferta de promesas, por tantálicas o edénicas que se ofrezcan; no nos habituamos a esperar planteamientos ni medidas congruentes con la realidad. Es el morbo lo que nos atrae. Y sobre él, no sobre la polis, fincamos nuestro propio debate posterior con la familia, las amistades y en la chamba.
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La ley del bate. El agarrarse del chongo y darse hasta con la cazuela como tácticas estandarizadas. Los cartones con cifras o fotografías comprometedoras, sacados de abajo del asiento (o de la manga) de cada debatiente. Las bravuconadas de cantina a que les inducen quienes diseñan su imagen pública, al que de manera eufemística llaman su equipo asesor. Lo golpista, en dos palabras.
Mientras tanto, el país se debate entre la violencia y la polarización rampante. Lástima que a la gente que, de buena fe, estamos interesados en debatir críticamente acerca de estos asuntos, ahora hasta se nos tache de no ser verdadera. O calla, o muere en su falsedad. Porque el medio visual en que se dijo —pese a tantos años trascurridos desde que McLuhan así lo sentenció— aún sigue siendo el mensaje.
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ADIÓS, ROLANDO GARCÍA. Extrañaré tus darDos con garlito. Recordaré las numerosas ocasiones en que coincidimos donde gustábamos hallarnos, donde se encuentran por azar y dialogan los verdaderos cronistas de una población (ya sabes: la calle). Le harás mucha falta a Pachuca, igual que a mi querida amiga Mari Carmen Lomelí, ambas tan tuyas. Las abrazo, como a ti.
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