De las obligaciones de la judicatura

De andanzas librescas por Madrid, el reconocido jurista Perfecto Andrés Ibañez (Palencia, 1943), magistrado emérito del Tribunal Supremo de España, antigüo vocal del Consejo General del Poder Judicial, fundador y director de Jueces para la Democracia. Información y debate, revista de esa organización gremial, y autor de varias obras jurídicas; encontró el ejemplar de un texto del siglo XVIII, hasta entonces, ajeno a su vasto conocimiento.

Era el Tratado sobre las obligaciones del juez, obra del jurisconsulto napolitano Maximiliano Murena, quien lo publicó originalmente en 1754. El hallazgo es una traducción al español fechada Madrid: MDCCLXXXV. Un librito – lo describe así su descubridor – de 85 páginas, encuadernado en piel de la época, algo “fatigada”, con guardas de agua ligeramente comidas por la polilla, papel de buen gramaje, magníficamente impreso, con algunos deliciosos grabados. Años después, nos cuenta, consiguió la primera edición, francesa, fechada París, MDCCLXIX.

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La lectura del librito – continúa narrando el bibliófilo – me impresionó vivamente por su interés. Al mismo tiempo, me sorprendió tanto la existencia de la versión castellana como el hecho de no haberla visto nunca citada. Y, en fin, concluye “…diré que luego me sorprendería también el escasísimo eco de la obra en la literatura jurídica italiana.

Lo siguiente fue prologar una edición del Tratado de Murena (Editorial Trotta, Madrid 2022), gracias a la cual se ha incorporado a la literatura jurídica en circulación actual, después de transcurridos 268 años de su aparición original.

En su prólogo, el profesor Ibañez refiere el contexto en Nápoles, gobernado por los Borbones después del virreinato austriaco, en detalle la situación judicial imperante con una destacada presencia de la Iglesia; y un breve recuento biográfico del jurisconsulto Massimiliano Murera, cuya productiva existencia llegó apenas a los 53 años, donde precisa su idea de la jurisdicción y su modelo de juez.

En un apretado resumen, señala los puntos más interesantes del “pequeño Tratado”. Identifica, por ejemplo, el papel central de una correcta administración de justicia en el mantenimiento de “la paz y la tranquilidad de los hombres y la salud del Estado, al que los buenos jueces facilitan grandes bienes”, de ahí la propuesta de Murena de atender exclusivamente “al mérito”, es decir, la máxima objetividad en la valoración de “la intrepidez, un espíritu igual, el conocimiento de las leyes, fundado sobre la buena filosofía” que, entiende, son las cualidades que habrían de lucir los futuros titulares de cargos judiciales. Y su afirmación: nunca tendrían que darse “por favor”, oponiéndose más todavía, a la comercialización de los oficios judiciales.

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Llaman la atención del prologuista en la obra de Murena, “expresada con claridad suficiente, la opción por un enjuiciamiento penal tendencialmente acusatorio y contradictorio”, con la advertencia al juez de “jamás dejarse llevar de opiniones antes de haber examinado las razones de las dos partes, a las que ha de escuchar por igual y con muchísima sagacidad”.

De la elección, autoridad, prudencia, equidad, firmeza y templanza del juez, se refieren los seis capítulos de este Tratado, no por vetusto menos aplicable en las circunstancias del momento actual. No digo utilizar una visión rebasada por vieja, pues en mucho mantiene su vigencia. La sugiero para apoyar la necesaria legitimación de la nueva judicatura, emanada de la reforma judicial; sería provechoso sumarla a las propuestas innovadoras, surgidas del mismo proceso, como vía de superar las debilidades y perfeccionar el ejercicio de la impartición de justicia.

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