Cultura callejera

Hace poco fui a Huasca para refugiarme a tomar café en mi rincón predilecto: el jardincillo dedicado a un tal doctor Hofmann. Pese a localizarse en pleno centro de tan mágico pueblo, es una placita donde por fortuna no se paran las hordas finsemaneras. La única alma viviente que hallé fue un abstraído guitarrista de mediana edad. Estaba de pie, como ante un escenario, pero sin micrófono ni bocina portátil al lado. Cuando hora y media después me retiré de ahí, él siguió en lo suyo. Y al comprobar que en todo ese rato nunca puso en el suelo su estuche abierto o una vil franela para que algún turista perdido le depositara una moneda, deduje que fue a cantarle nada más a los árboles y a la brisa. Vaya, aunque suene a frase trillada, lo hizo por puro amor al arte. 

Aproveché el trayecto de regreso para rememorar lo que años antes, en Tamaulipas, sugerí a tres adolescentes huapangueros, quejosos de que Papá Gobierno no les daba un foro digno de sus inquietudes artísticas: “¿Y por qué no toman la calle?, ¿por qué no practican en el quiosco en lugar de hacerlo en sus casas?, ¿por qué no acostumbran a los transeúntes a que equis día, en cierta área comunal, disfruten de sus ensayos (sirve que así el huapango deja de escucharse cada corpus y sanjuán y pasa a ser una costumbre cotidiana)?, ¿o acaso el hache ayuntamiento los obliga a tramitar un permiso para que en la vía pública puedan interpretar unos sonecitos huastecos, so pena de meterlos al bote porque no lo tienen?”. 

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Soy el primero en exigir apoyo institucional —constante, equitativo, sin grilletes— para la cultura, incluyendo la cultura efectuada entre cuatro muros, la de bombo, platillos, reflectores, maestro de ceremonias, butacas reservadas, asistentes de pipa y guante. Para eso sirven los auditorios, teatros, casas de cultura; incluso los templos, colegios privados, salones particulares de fiestas. Bienvenidos sean como espacios donde difundir y reflexionar acerca de toda experiencia humana. Pero la promoción cultural no ha de constreñirse a tales sitios. La cultura diaria, la instintiva, la no programada de manera oficial, necesita también la calle como ágora. Haríamos un bien colectivo si la alentamos, si la defendemos, si le propiciamos ámbitos, ocasiones y caminos para manifestarse. 

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Por supuesto, la música no debe ser la única invitada a la cultura peatonal. Me gustaría toparme de pronto, en cualquier banca placera o bajo un árbol copudo, a un grupo de lectura en voz alta; y ojalá en ese momento dispusiera yo de tiempo para volverme otro más de sus leyentes (salvo que me corrieran por metiche). Qué decir de un performance teatrero donde los arriates de la plaza sean su atrezo deliberado, las campanadas de la iglesia estén previstas en el argumento, y hasta el agente vial, el bolero o el vendedor de nieves intervengan, sin darse cuenta, en la trama. Y ni hablar de quien instala al aire libre un pizarrón o rotafolios para improvisar en él un poema, basado en las palabras sueltas que el público le vaya dando. ¿Cuántas vocaciones artísticas no despertarían tales eventos, sobre todo en las mentes de infantes y púberes? 

Cultura trashumante: hoy, aquí; mañana, sepa la bola dónde. Cuando la depre quiere ganarme la partida, me basta prender la compu y teclear en youtube el terminajo flashmob (en especial aquel de música jarocha filmado en la capitalina plaza Río de Janeiro). Vuelvo entonces a ser el Enrique optimista de siempre, como lo fui en mi refugiado Huasca ante un trovador a quien sólo los árboles, la brisa y yo prestamos oídos.