Nada fácil es acomodarse a las secuelas de un vuelco en la vida cotidiana. Los cambios de hábitos que nos impone el organismo cuando se debilita o está maltrecho. Las rutinas que de buenas a primeras dejan de sernos operantes. Los vertiginosos ritmos a que nos empujan los muchos pendientes no resueltos. Y uno sigue ahí, tratando de apechugar los nuevos tiempos propios, de adaptarse a las circunstancias que se han vuelto nuestras carceleras; pero en el fondo, oscilando entre el sacón de onda y la utopía de continuar como si todo fuera lo mismo que antes.
¿Esto es lo que llaman resiliencia? Si la Sicología como responde afirmativamente, está en su derecho como ciencia. A mí me parece más un placebo o, en dado caso, un inocente chochito homeopático para sobrellevar la inevitable recta final. De cualquier modo, no quito el dedo de mi eterno renglón. Si he vivido siempre como un vicioso de la persistencia, dejaría de ser yo para admitir ahora una rectoría de la pasividad. O tendría que echar por la borda lo que tantos porrazos y algunos logros me habrá costado cumplir dentro de poco la friolera de tres cuartos de siglo de edad.
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Me escudo así de los agentes perturbadores. Ya lo dijo aquel político innombrable: “Ni los veo ni los oigo”. A falta de armas más contundentes, ningunear los hechos adversos me resulta una estrategia eficaz. Tal vez me incomodan un rato, tal vez al principio me hacen medio temblar las corvas, tal vez creo por un instante que me llevan a la orilla de un abismo; pero vuelvo a las andadas existenciales: los castigo con el látigo de mi desprecio (esta frase, por si no la conocen los bisoños, estuvo de moda en mis lejanos ayeres juveniles).
Sálveme Dios de que hubiera llegado yo a esta postura filosófica por haberla leído en algún manual de autoayuda. Aborrezco tales libracos. Odio incluso toparme con ellos en las librerías (ahora también hasta en puestos callejeros). No soporto sus títulos de mercadotecnia barata, engañosa, acartonada; y menos los epígrafes o apostillas consumistas que la editorial suele poner en la primera de forros. Y la cereza del pastel: el nombre de quien lo escribió, por lo general una persona mundialmente desconocida, con apellido inglés, francés o alemán (si pasa por castellano, al menos que suene exótico, de casta, rimbombante).
Prefiero leerme a mí mismo, no en mis papeles impresos o inéditos sino en los ricos volúmenes que el entorno temporal ha sabido redactar en mi larga biografía. Ellos me bastan y sobran hoy como fuente bibliográfica para afrontar el vuelco de los años.
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