Crónica de un aforismo reciclado

«Bienaventurados los otomíes porque de ellos es el Valle del Mezquital».

Hace poco más de medio siglo (para ser exactos: en 1970) redacté la frase anterior en una cartulina que osadamente puse abajo del atril donde daba una plática redencionista el obispo de Tula, a propósito de cierta reunión de laicos vip que iban cada fin de semana con fines dizque pastorales a esa región hidalguense, entonces tan traída y llevada como el arquetipo mexicano de miseria extrema. ¡Cuánto lamento no haber cargado en tal ocasión mi cámara fotográfica para exhibir ahora el contraste entre la petulante pose del prelado y, justo a sus pies, aquella paráfrasis que por poco me cuesta su fulminante excomunión!

Aunque reconozco que llevaba implícita no poca mordacidad, mi aforismo quiso ser una ironía contra los grupos asistentes, todos surgidos del Movimiento Familiar Cristiano, para mofarme de los baños de pueblo y tareas caritativescas que practicaban en lugares mezquitaltecos para calmar sus conciencias. Pero lo que ese día quedó solamente como la frase incómoda, por no decir —según el criterio político de la época— agitadora, de un jovenzuelo estudiante de Sociología cuyo enfoque de los problemas sociales era distinto, recorrió después un camino insólito del que todavía no acabo de sorprenderme.

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Todo fue porque se me antojó retomarla para sustentar uno de los artículos de viajes que, a partir de 1972, empecé a publicar semanalmente en el periódico capitalino El Día, al cual puse como título “Viaje mágico y misterioso por las montañas del Mezquital” (¡dejara yo de ser beatlemaniaco!). De ahí la extrajo el inolvidable profesor Raúl Guerrero Guerrero para incluirla como epígrafe de su libro Los otomíes del Valle del Mezquital: modos de vida, etnografía, folklore (México, INAH, 1983). Y de dicha obra la tomó a su vez un estudioso del fenómeno migratorio, Tomás Serrano Avilés, para esgrafiarla en una tabla y colgar ésta en la pared de su cubículo, según me lo confesó él mismo en 2009.

Pues sí, bienaventurados los otomíes y su Mezquital. En ambos espejos aprendí a verme reflejado, a iniciar mi largo proceso en pos de una vocación, a inventar lo que cierto día de locura —o de imaginación sociológica, matizaría C. Wright Mills— bauticé con el pomposo terminajo de “mismidad”.

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Bienaventuradas también sus montañas. Para mí, son de plastilina, sustancia que permite a los otomíes moldearlas a la innata poesía de esta cultura indígena. Pongo por caso tres eminencias orográficas de la sierra de Ixmiquilpan: el cerro Juárez, así llamado porque parece la mascarilla mortuoria del Benemérito, y del cual dije en 1972 que era la humilde contribución del Mezquital al Año de Juárez; el cerro la Muñeca, que en aquel artículo mágico-misterioso lo comparé con un cuerpo femenino, mitad infantil, mitad adolescente; y el cerro Puntiagudo o del Defay, al que entonces renombré la Aleta de Tiburón, porque a esto se asemeja cuando la neblina no alcanza a tapar su cumbre y da la sensación del lomo de un escualo que emerge de un mar de espuma.

Las bienaventuranzas citadas por Mateo y Lucas en sus evangelios adquieren, en el hoy explosivo e irreconocible Valle de mis quiméricos ayeres sociológicos, otra dimensión. Un nuevo contexto, sin duda, pero con el mismo trasfondo irónico y perturbador que antaño di a mi temerario aforismo.


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