DANIEL-FRAGOSO-EL SURTIDOR

Contra el odio

El día que comienzas a aceptar todo lo que amas y odias estás empezando a escribir tu propio epitafio. De hecho, cada sentencia sobre algo es a la vez una especie de epitafio. La mayoría de cosas que escribimos son eso, pequeñas marcas de la muerte de nuestras ideas. Creo en ello, tanto como coincido con Guillermo Fadanelli cuando escribe de las cosas que odia, por ejemplo, cuando dijo:

“Me despiertan temor todas las personas que están detrás de una ventanilla; me desagradan las mesas en la banqueta; … los que tienen asuntos importantes y urgentes que resolver; los perros de aspecto feroz; me enferma todo aquel que toca un claxon; quien para hablar contigo se te acerca y rebasa los cincuenta centímetros de distancia; no me gustan las personas que aceptan de buena manera los halagos; … ni quienes citan a un filósofo o a un escritor sin haber leído uno sólo de sus libros; me disgustan los vegetarianos que nunca rompen sus normas y no te aceptan un taquito ofrecido de buena gana; los académicos que se aferran con siete uñas de un escaño universitario; me causan urticaria los bares o restaurantes de moda; las personas que quieren relacionarse con “gente del medio”; los publicistas iletrados; … me molestan los gatos que tienen nombres ingeniosos; las personas que tienen mascotas exóticas; los que inventan una nueva bebida”. Es que, aunque no lo quisiéramos aceptar, todo el tiempo estamos detestando algo.

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En su Oda al Odio Ariel Magnus escribe una nota sobre el Libro del Eclesiastés (3,16-4,4) en la cual señala: “atribuido al rey Salomón… encontramos dos tópicos que luego se repetirán a lo largo de los milenios: por un lado, el de comparar al hombre con el resto de las bestias, por su predisposición a la violencia y al egoísmo; y por el otro, el de acusarlo de no ser más que un manojo de vanidades, lo que puede sonar contradictorio, pero en el fondo lo coloca incluso por debajo de las bestias, que al menos son talespor mandato de la naturaleza y no por esnobismo”.

David Voloj afirma que “para el poeta portugués Fernando Pessoa, por ejemplo, la civilización provoca náuseas, “…un desdén lleno de tedio por ellos, que desconocen que la única realidad para cada uno es su propia alma, y el resto —el mundo exterior y los otros— una pesadilla antiestética, como un resultado en los sueños de una indigestión de espíritu”. Fiódor Dostoyevsky, por su parte, piensa en el hombre y se encuentra con un ser mezquino, incapaz de tener un mínimo sentido de agradecimiento o de piedad”.

Pienso en ello y en célebre poema de Eduardo Lizalde: “Grande es el odio”, donde apunta:

Nacen del odio, mundos, óleos perfectísimos, revoluciones, tabacos excelentes. Cuando alguien sueña que nos odia, apenas, dentro del sueño de alguien que nos ama, ya vivimos el odio perfecto.

Nadie vacila, como en el amor, a la hora del odio. El odio es la sola prueba indudable de la existencia.

En su libro “Contra el odio”, Caroline Emcke se cuestiona: “¿Qué mecanismos de ceguera se activan para deshumanizar? ¿Es que las ideologías, las religiones, los posicionamientos políticos son tan fuertes como para dejar de ver seres humanos?”. Ante ello, y dado que todo el tiempo estamos construyendo otra versión de nosotros mismos, en la elección cotidiana de odiar o amar, creo siempre mejor elegir la segunda.


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