Confesiones de un trashumante

El verbo ‘errar’ no significa nada más equivocarse sino vagar por un lugar. Antaño, ‘errante’ definía a la persona que yerra, la que falla, la que mete la pata; ahora, a la que anda, la que vaga de aquí para allá, la que alza el cuello si la tachan de nómada. Un ser errabundo, que no errático, porque acierta al ejercer su vocación ambulante cuando le nace, no cuando alguien se la impone. Un tipo reacio al sedentarismo y a la fodonguez domiciliaria. Un fan de aquel movimiento perpetuo que proclamó Tito Monterroso como título de uno de sus libros.

Trashumar conlleva el ejercicio de platicar consigo mismo. Desde luego, conocerse y profundizar en el interior de uno no es tarea fácil, pero errar supone al menos cierta alquimia para trasformar las andanzas en fecundos diálogos con otro yo, acaso nuestro yo auténtico, no el que percibimos o creemos ser. Es un diálogo riesgoso, proclive tal vez al enfrentamiento brutal o al conformismo estéril, pero sin duda necesario. Cuestión de salud mental, tan cara en estos tiempos.

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La errancia con fines reflexivos tiene la ventaja de poder practicarse donde sea. Ahí están la calle, la plaza, el parque. Como buen patadeperro, mi ocasión favorita son los viajes. Cada kilómetro transitado y visto desde una ventanilla es una experiencia revitalizadora. Cada pueblo o paraje natural de destino, por más que antes lo haya visitado varias veces, es como nuevo para mí. Cada evocación que después hago de esas excursiones previas me da raíz, savia, verdor, aroma, oxígeno al árbol que sostiene mi existencia. ¡Ah, si supiera la gente apoltronada o inamovible lo que significa un viaje de introspección cuando se llega a la temida tercera edad!

 Debería el quietismo figurar en la lista de padecimientos clínicos, con la diferencia de que su curación no ha de tratarse en una camilla, una plancha operatoria o, peor tantito, un diván. Renunciar a él errando —si a este verbo le asignamos su otro significado— dará luz a los sentidos ocultos en la sombra. Ser vagabundo permanente por los caminos de nuestro cuerpo y espíritu, explorar rincones que desde siempre soñamos meternos, incursionar en rumbos que en otras épocas solíamos ningunear.

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Errare est hominibus, dice la sentencia clásica. Errar para no equivocarse. Errar para no fallar. Errar, en suma, para vivir. O mejor, para volver a vivir.