Por haber cursado los tres últimos años de la primaria en un rigorista colegio confesional, desde entonces sufrí del temor a Dios. Las páginas del Compendio de historia sagrada y de historia de la Iglesia, escrito por un tal F.T.D. (sigo sin entender el misterio de recurrir a las siglas en vez de usar su nombre de pila) y exigido como libro de texto para la clase semanal de Religión, me introyectaron la traumática imagen de un Dios colérico, vengativo, de cuya omnipresencia castigadora ni el más santo se escapaba. ¡Escalofríos me daba aquel desfile de diluvios universales, crónicas de guerras y batallas, matanzas a cuchillo, pestes, plagas, jeremiadas, decapitaciones, lluvias de fuego y azufre, profecías apocalípticas…!
Tardé tiempo en aprender a limpiar el trigo y separarlo de la paja. Tuve que leer mucho después, con ojo revisionista, la fuente donde abrevó aquel Compendio moralino, o sea la Biblia misma, para acabar de convencerme de que mi éxodo vocacional hacia mi propia Tierra Prometida estaba lejos de ser un sacrilegio que me conduciría fatalmente a la condena eterna. Ahora, en plena madurez, con independencia y sin cargos de conciencia, ejerzo gustoso mi libre albedrío para releer, cuando me nace, sólo algunos de sus libro-capítulos: Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los cantares, Sabiduría, Sirácides, los Salmos donde el salmista no maldice a sus enemigos ni da gracias a Yavé por haberlos aniquilado, el Evangelio de Marcos y, ante todo, el de Lucas.
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Por supuesto, esta magna obra multidisciplinaria —tan histórica como apologética, tan literaria como doctrinal, tan relajante como perturbadora— me sirve también para entender otros menesteres nada sacrosantos. ¿Cómo no consultarla en busca de contextos explicativos a las posturas redentoras de quienes hoy se asumen o se sienten mesías? ¿Cómo no, también, a la fraseología maniquea o polarizante que emplean, a sus referencias implícitas o explícitas de pasajes bíblicos comparados a conveniencia, a sus sermones con tufo iluminista dirigidos al apostolado clientelar?
La lección suprema, la más trascendente que, bajo mi punto de vista, deja la lectura de la Biblia es que la espiritualidad supone siempre auténtica humildad. De ello sobran muestras a lo largo y ancho de su extenso contenido. El ego está por definición fuera de sitio en toda misión existencial que pretende pasar por evangélica. Y no se diga la visión triunfalista de cualquier mesianismo, so pretexto de que las tareas trasformadoras pueden sustentarse en el maná celestial o en el plato de lentejas a cambio de la primogenitura.
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Será el sereno, pero no logro alejar de mi pensamiento en esta fría época decembrina tres sentencias que he hallado en mis andanzas —si me perdonan usar la siguiente palabra dominguera— bibliagráficas: «Aprendan a juzgar, ustedes que no saben; sean más reflexivos, ustedes que no piensan» (Pro 8, 5); «Lo que pasará es lo que ya pasó; todo lo que se hará, ha sido ya hecho; no hay nada nuevo bajo el sol» (Ec 1, 9); y «Abrevia tu discurso; di mucho con pocas palabras; demuestra que sabes, pero sobre todo que sabes callar» (Sir 32, 8).
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