Para Javi Soriano: “un aspecto que sin duda nos define como especie desde el origen de nuestros tiempos es el hambre, la ingesta y la vasta manera en la que ha evolucionado y se ha desarrollado esta conducta. Desde la caza, la pesca y la recolección hasta la popularización global de cadenas de comida rápida, el hambre mueve el mundo. Y es que todas las personas, de diferentes maneras, la experimentamos y desarrollamos respuestas en función de ella en nuestro día a día”.
En los últimos tiempos, ha crecido el interés de investigar el hambre desde diferentes y diversas aproximaciones. Teóricos de una multitud de disciplinas diferenciadas han puesto de manifiesto la necesidad de estudiar el hambre no meramente como una respuesta fisiológica a la falta de alimento o necesidad de energía, sino también como una conducta psicológica e influenciado por todo un entramado de factores sociales, personales y situacionales, entre otros.
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“El hombre (ser humano) es el único que come sin tener hambre, bebe sin tener sed y habla sin tener nada que decir” es una frase del escritor Mark Twain. Esta frase del escritor encuentra sentido en el hecho multifactorial de comer sin tener hambre, acción que puede centrarse en diversos motivos, como lo son: Factores externos, como olores, fotos atractivas, recuerdos o momentos de nervios. Características de los alimentos, como los que tienen mucho azúcar añadido o son muy salados. Factores sociales y culturales, como celebrar una fiesta, estar rodeados de familia o compartir un momento importante.
Otros aspectos que son causantes del comer sin hambre también son: los hábitos, como tener una hora fija para comer, merendar o picar algo siempre que tenemos visitas. No dormir lo suficiente, que produce alteraciones en las hormonas encargadas de regular el apetito. Confundir sed con hambre. El aburrimiento. Los circuitos de recompensa, que se activan cuando anticipamos que vamos a comer. Efectos del estrés o ansiedad, que pueden llevar a comer alimentos altos en calorías, ricos en grasas saturadas y azúcares. En suma, lo hacemos porque deseamos cubrir algo más que nuestro apetito.
Un estudio de la Universidad de Nápoles, concluye que el placer de comer, puede estimular áreas cerebrales de recompensa y su consecuencia sería el comer en exceso, sin tener en cuenta la necesidad de comer, hablando en esta situación de gula.
El deseo de comer por placer, provocaría la liberación de grelina. La grelina atraviesa la barrera hematoencefálica, llegando al hipotálamo y activando las señales que indican que se debe ingerir alimento.
El hipotálamo regula el sueño y la vigilia, el deseo sexual, la temperatura corporal, el hambre y la saciedad, entre otras funciones. El hipotálamo produce neuronas que generan unos neuropéptidos a los que llamamos orexinas que promueven la ingestión de alimento. Además los sistemas hipotalámicos que facilitan el apetito activan al área tegmental ventral. Cuando tenemos hambre y cuando estamos comiendo, las neuronas orexinérgicas estimulan el sistema de recompensa y activan el componente de placer.
Debido a esta serie de efectos, existe una sensación de bienestar que impide ver el efecto negativo del exceso de la ingesta. Ahora bien, conociendo esto, creo que es necesario apelar a nuestra característica humana de buscar el equilibrio con lo que comemos.
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