ENRIQUE RIVAS

Carreteras ecocidas

A Real del Monte y Huasca,

mis horizontes escapistas en las tribulaciones.

Conectar mediante una carretera directa a dos pueblos mágicos (mejor: enmagicados por decreto) se justifica como algo políticamente correcto, bajo la sobada excusa de hacer detonar el turismo y el efecto billar que ello provoca en la economía lugareña. Hasta ahí, en teoría, tal obra promete ser miel sobre hojuelas. El pelo, quizá la mosca, en la sopa saldrá a flote cuando la ninguneada Madre Naturaleza saque la casta para recriminarnos: “Bueno, ¿y yo qué? ¿Acaso estaba pintada?”.

¡A saber por dónde cruzará la nueva vía sin guillotinar o apuñalar los hermosos cerros y peñascos de esta área de la Comarca Minera, sin convertir en tocones su patrimonio arbóreo o en eriales sus llanos con pastizal, sin registrar en un obituario a sus especies faunísticas! La única certeza que tenemos hasta ahora los hidalguenses es la decisión tomada muy arriba de construirla a la voz de ya. Y huelga decirlo: no será una carreterita angosta, de juguete. Todo hace suponer que seguirá lo ancho del Corredor de la Montaña, ese loco, mal trazado, peligrosísimo y empinado libramiento nacido en la Bella Airosa y vuelto un galimatías vial en su entronque con el antiguo camino. Ojalá no lo imite también en el valemadrismo de quienes echaron a los desfiladeros las miles de piedras sobrantes después de haber tajado como pastel de cumpleaños cuanto cerro se les iba interponiendo en la ruta.

Triste espectáculo enfrento a diario desde el andador del Río de las Avenidas, en Pachuca, cuando diviso al norte aquellos pedreríos embarrancados junto a las cicatrices montañosas del Corredor, ambos ausentes de nueva cubierta vegetal (una regeneración así tarda décadas en medio empezar a notarse). Me oprime tanto el corazón esa vista como aquella otra que tuve a fines del siglo XX al revisitar el michoacano lago de Cuitzeo. Era el arranque de la autopistación del país, desaforada, a rajatabla. La recién abierta autopista a Guadalajara, levantada en terraplén sobre aquel moribundo y —desde la óptica ecocida— “estorboso” cuenco lacustre, lo había descuartizado sin piedad. Entonces me convencí y sigo creyendo que la arquitectura o ingeniería del paisaje es letra muerta en México… o una cómoda materia optativa más en las universidades patito de donde egresan nuestros arquis e inges.

Hágase, pues, la voluntad de Dios en los bueyes carreteros de mi proturístico compadre, el estado de Hidalgo. ¡Ah, pero ojo al Cristo, que es de plata! No se vale salir mañana con que a Chuchita la bolsearon y de aquí pa’l Real ya no haya Monte ni de milagro. O sea, ni yendo a bailar a Huasca.


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