Bulimia informativa 

Minuto a minuto, hora tras hora, máximo día con día, la Información transita a paso veloz de lo novedoso a lo obsoleto. No acaba de nacer y expandirse como verdolaga, cuando ya su propia inercia la conduce a una intrínseca vejez. Deja de ser la comidilla diaria recién tragada y pronto se vuelve un pastoso quimo, del cual debemos deshacernos rápidamente para dar cabida a más y más bolos, apenas medio deglutidos. De ahí, la náusea, el vómito, la obesidad producida por exceso de datos y noticias. Sí, una enfermedad pública, una pandemia social incontrolable, acaso la de mayor penetración y eficacia en estos tiempos de redes sociales esclavizantes. 

Imposible hacerle fuchi al goloso festín de doña Información. ¿Cómo sustraerse del bombardeo de sus tentadoras formas de presentarse, sus seductores aromas, los apetitosos sabores con que nos induce a salivar casi por reflejo pavloviano? ¡Y uno que es proclive a tal conducta! Es el hambre de enterarnos de todo, la glotonería de saber hasta el último detalle, la voracidad por meter nuestra cuchara y recetar con ligereza juicios acerca de cualquier asunto, aunque nunca lo hayamos guisado y, menos todavía, comido. Esa maldita obsesión de andar de metiches en la cocina y de correveidiles en los celulares. 

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Tal vorágine informativa nos lleva muchas veces a estados de ansiedad. Atrás, en la prehistoria, quedó el paraíso de la Información dosificada, calmosa, expectante, que obligaba a medir los tiempos de espera y masticar bien, con paciencia, los hechos que alimentaban a la humanidad. Lo vigente hoy es la prisa neurótica por estar al tanto de cuanto ocurre, inserto en un proceso de vertiginosa renovación. El río salido de cauce, rebelde a cualquier control. Sin oportunidad de meditar lo informado y dedicarle un rinconcito en la memoria, ahí donde, una vez añejo, esté disponible para volver a él como lección de vida. 

Y sucede en ocasiones que el desborde informativo nos deja en el extravío total. Los métodos de análisis en que fuimos educados para entender el mundo parecen haber perdido vigencia. Somos incapaces de hallarles una aplicación práctica, tal vez porque ya no la tienen. Irónicamente, en vez de contribuir a alimentarnos, tienden a indigestar nuestra percepción de los sucesos. ¿Quién, en casos así, no ha sufrido de una sensación de vacío en el estómago o, de plano, una cruda intelectual? 

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La sana apetencia de informarnos, congénita al ser humano desde remotos ayeres, se cocina ya en los hornos de la avidez, secuela de la globalización y de los parámetros con que la medimos. El culto a la antigua diosa Información cayó en la idolatría. Ahora es un acto compulsivo. Sin su azote moriríamos de inanición o nos condenaríamos a vivir en el quinto infierno, justo donde penan aquellas (in)felices almas ayunas de mensajes. 

Un platillo tras otro, sin reposo, sin necesarias pausas degustativas. O peor: una dieta informativa impuesta por esas horripilantes sopas instantáneas, caldeadas en microondas, chiclosas y tiesas como cueros, a duras penas comibles. ¡Guácala! Hasta me dio chorrillo nomás de pensar en ellas.