Cada virrey impuesto desde la Metrópoli para gobernar a la Nueva España escuchaba las siguientes palabras del virrey que a partir de ese momento terminaba de serlo: “Señor excelentísimo: el rey, nuestro soberano, me ha comunicado la orden y con ella el honor de entregar a vuestra excelencia el bastón y gobierno de estos dilatados dominios. Llevo el consuelo que, con la acreditada conducta de vuestra excelencia, enmendará los muchos yerros que mi ignorancia ha cometido.”
Tan ostentosa (y onerosa) ceremonia, antecedida por el recibimiento que de las viejas y nuevas autoridades hacía un gobernador indígena “vestido a lo antiguo, con tilma o manto blanco cogido por los hombros y con cetro real en la mano”, ocurría siempre en el pueblo de Otumba. De ahí, el nuevo virrey se dirigía a San Cristóbal Ecatepec y, previa escala en la villa de Guadalupe, entraba con toda pompa a la ciudad de México. El exvirrey, por su lado, tomaba camino hacia el puerto de Veracruz, donde lo aguardaba el barco de regreso a España.
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¿Por qué nada menos que en el hoy mexiquense Otumba? Según escribió un fraile franciscano de la congregación de Propaganda Fide en su amenísimo “Diario de viaje” (1763-1767, publicado dos siglos después como Diario del viaje que hizo a la América en el siglo XVIII el P. fray Francisco de Ajofrín, México, Instituto Cultural Hispano Mexicano, 1964), porque “aquí fue aquella célebre y decisiva batalla que dio Cortés a los mejicanos, […] y acaso en memoria de esta función se hace la solemne de entregar el bastón”.
Ajofrín, testigo del ritual por haber acompañado a la comitiva del virrey que se iba, reflexionó entonces acerca del nombre de aquel poblado: “Otumba parece exclamación a un sepulcro y voces a un desengaño; y en realidad lo es: […] un sepulcro o tumba de puestos y dignidades. ¡Oh, tumba funesta de desengaños! ¡Oh, sepulcro triste de grandezas! A este lugar pusiera yo la inscripción sepulcral siguiente: «Detén, oh, pasajero, detén tus pasos y considera que en este sepulcro o tumba yacen los más gloriosos bastones y distinguidos empleos de la América; aquí yacen las más altas dignidades y puestos de las Indias; aquí tienen fin todos los honores de estos reinos».”
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¡Ay, bastón de mando! Los tiempos han cambiado las formas de ejercerlo y, en cierta medida, también los depositarios, pero no el trasfondo de su simbolismo. La política más servilista es dueña de él, lo banaliza, lo ratifica como espectáculo. Incluso ha devenido en estrategia logística de campañas electorales, en ceremonia inducida, manipulada por parte de operadores políticos bajo el supuesto aval de los pueblos indígenas, Y aunque se alcen algunas voces étnicas de protesta por lo que ellas consideran la folclorización de su cultura, si no es que la apropiación dolosa o convenenciera de sus usos y costumbres, ¡qué lucidor, qué romántico, qué “glorioso” espaldarazo implica un acto así!
Un bastón de mando que ahora se esgrime como justificante bast(i)ón del mundo. Un bastón, tallado por creativas manos artesanales de la Huasteca, que otorga fuerza, autoridad, poderío. Un bastón que pretexta, acoraza, envalentona. Un bastón que hechiza, deslumbra, apantalla. Un bastón que resulta apetecible al mismo tiempo que tantálico. Un bastón que equivale, retomando lo dicho por aquel filosófico sacerdote viajero, a sepulcro de grandezas y desengaños.
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