El aderezo –una sobredosis de emoción y morbo– llega en la recta final del torneo, cuando al más puro estilo mexicano se busca a contrarreloj reparar el daño por los puntos dejados en el camino, ya sea por desidia, indolencia o ineptitud. Ahí van todos en tropel, afanados por traspasar la angosta puerta hacia el recinto de los cuatro primeros, los que van a exentar el repechaje al lado del rey León, único equipo que hizo los deberes a tiempo.
Tiene gran atractivo ver la lucha entre Pumas, Cruz Azul, Tigres, Monterrey y América. Los regios ya se desperezan, afilan las garras y muestran el colmillo retorcido, saben de su potencial, pero sobre todo conocen a ciegas el camino de la liguilla. Para ellos empezó lo bueno, lo demás era cosa de ir al trote; no había razón para desgastarse, sólo debían avanzar mirando de soslayo a la liebre puntera.
En la penúltima fecha los Pumas no lograron aprovechar los apremios del Rebaño que más que sagrado parece endemoniado, con bajas por Covid y jugadores urgidos de un exorcismo que les saque del alma las ansias locas de lanzarse de cabeza a los placeres frívolos, porque ni el Rey Midas, Víctor Vucetich, ni los duros reglamentos que impuso el directivo Ricardo Peláez los alejan de las tentaciones.
Chivas parece un cómico kindergarden. Apenas en agosto, tras ser exhibidos Uriel Antuna y Alexis Vega –enfiestados con banda, canciones y botellas–, el capitán Jesús Molina asumió el rol de tutor y prometió ser más cabrón
con sus ovejas descarriadas. Hoy puede decir que fracasó en esa misión y admitir que cada quien es responsable de sus actos y de su falta de profesionalismo.
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