Reviso diez, quince veces mis escritos antes de lanzarlos a correr mundo. No vaya a ser que haya cometido incoherencias gramaticales, equivocado conceptos, confundido información, tergiversado cifras, caído en anacronismos, alterado nombres o lugares. Y si no detecto estas pifias, me dolería después recibir los reclamos de quienes descubran alguna cuando me lean. Sin embargo, mi obsesivo perfeccionismo (¿no será más propio llamarlo ultracorrección?) también llega a jugarme malas pasadas. Según yo, entrego libre de toda impureza el artículo o libro, pero una vez que lo veo publicado, ¡zas!, ahí está un pinche gazapo picándome el ojo.
Expiaré dos, ambos imperdonables, que hasta chorrillo me siguen dando cada que los recuerdo o releo. El primero lo sorrajé en la monografía Hidalgo: entre selva y milpas… la neblina, donde me pasó de noche haber puesto que nuestra entidad se localiza entre los meridianos tantos y tantos de latitud oeste. Por fortuna, mi burrada apareció únicamente en la edición experimental del libro, la de 1982, no en las posteriores ya corregidas.
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El segundo gazapo lo perpetré en mi librillo Jarocho Puerto, de 1991, donde la regué informando que una de las estatuas en el interior del antiguo faro-museo en Veracruz era la dedicada a Manuel Gutiérrez Nájera en vez de Manuel Gutiérrez Zamora. Mi lapsus pendejus nada más pude corregirlo, y eso con bolígrafo, en los cinco tristes ejemplares que el gobierno veracruzano me dio dizque en calidad de derechos de autor, cuando su tiraje había sido de 2 mil volúmenes (o sea, que por ahí andan 1,995 con tamaña equivocación mía).
No son simples erratas ni dedazos. No es una s incorrecta en lugar de una c; tampoco una b que debió ser v. No es una coma mal situada; tampoco una coma que requería sustituirse por punto y coma o punto y seguido. No es una h omisa; tampoco una h innecesaria. No es una tilde obligada que faltó poner a cierto vocablo; tampoco una tilde superflua. No es un haber por a ver; tampoco un mexicanísimo se los dije por un academicista se lo dije [a ustedes, a ellos o ellas]. Con todo lo criticables que puedan ser tales osotes, merece mayor abucheo un gazapo. Y peor si nadie lo advierte, porque entonces queda como dato verídico.
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De acuerdo, al mejor cazador se le van gazapos, pero soy el primero en avergonzarme de los míos y condenarlos. Si en su acepción original el sustantivo “gazapo” designa a la cría del conejo y el verbo “agazaparse” significa hacer lo que hace un gazapo (agachar el cuerpo o encogerlo, para ocultarse), ganas me dan de tomar la misma postura cuando no tengo forma ya de componer la falla. Para no hundirme en la depre, la única opción que se me ocurre es reparar en la computadora el texto original, como si aquella metida de pata nunca hubiera tenido cabida en él, y rumiar entre dientes mi zoncera.
Conviene tomar en consideración lo que hace más de dos siglos dijo Francisco Javier Clavijero: “Para escribir un error o una falsedad, basta un renglón; para impugnarlo no basta un pliego, y ni aun suele bastar un tomo”. O parafrasear el genial —por desgracia, también usado hasta la saciedad como muletilla— minicuento de Augusto ‘Tito’ Monterroso, a fin de dejarlo de esta otra manera: Y cuando desperté, el gazapo seguía ahí, mentándome grosera e impunemente la madre.
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