Para Ariadna Estefanía Ortiz Peñafiel, el arte no ha sido solo un medio de expresión, sino una herramienta profunda de transformación personal. Originaria de Morelia, Michoacán, y con 32 años, esta artista visual ha encontrado en Pachuca no solo una ciudad donde crecer profesionalmente, sino un territorio fértil para sembrar una comunidad creativa que sana y se reinventa a través de la pintura, el movimiento y la introspección.
Su conexión con Hidalgo tiene raíces familiares: “Mi mamá es de aquí y mi único tío materno también vive en Pachuca. Es artista plástico, y desde pequeña venía cada verano a su estudio a tomar cursos de arte. Luego, conforme crecí, empecé a ayudarlo. Le barría el salón, corregía trabajos, ahí empezó mi relación íntima con el arte”.
Ese primer acercamiento se convertiría con los años en una vocación. Aunque su formación inicial fue en Diseño de Modas en Morelia, Ariadna pronto descubrió que lo que más disfrutaba no era la confección de prendas, sino el proceso creativo detrás de los diseños: dibujar, ilustrar, pintar. Fue entonces que decidió estudiar Artes Visuales en la Universidad de Bellas Artes en Morelia. “Cuando terminé mi carrera de diseño y descubrí que existía esta licenciatura, pensé ‘¿por qué no la vi antes?’”, recuerda entre risas.
Pasar el examen para Artes Visuales fue una decisión clave. No solo consolidó su preparación académica, sino que también le permitió profundizar en técnicas que ya conocía de manera intuitiva.
“Mi tío estaba muy emocionado. Siempre me impulsó. Durante las vacaciones, mientras estudiaba, yo regresaba a Pachuca a dar talleres en su estudio. Incluso llegué a abrir un pequeño taller de pintura para niños en Morelia. El arte siempre ha estado ahí”.
Un salto con retos
La transición definitiva a Hidalgo llegó poco después de concluir la licenciatura. “Decidí venirme a trabajar acá, pero el principal reto fue no ser originaria de Pachuca.
Hay muchos círculos muy cerrados. Llegué sin conocer a nadie, solo a mi tío, y eso dificultó las cosas. Me veía muy joven y muchas personas dudaban de mí, como si no tuviera la experiencia o la preparación”.
Ganarse la confianza del gremio artístico local fue un proceso lento. “A veces sentía que decían: ‘¿cómo esta niña me va a enseñar?’ Pero poco a poco fui demostrando que sí sabía, que había estudiado dos carreras, que llevaba toda mi vida en este mundo”, cuenta con franqueza. “En Hidalgo viví situaciones muy caóticas, momentos difíciles, pero también descubrí partes de mí que no conocía. Aquí crecí espiritualmente, profesionalmente y emocionalmente. Pachuca me transformó”.
A lo largo de los años, el arte no solo fue su pasión, sino su salvación. “En mis momentos más oscuros, el arte fue como un mejor amigo. Me sostuvo, me sanó. Por eso creo tanto en su poder transformador. Por eso decidí compartirlo”.
Una academia con alma
Inspirada por ese poder sanador del arte, Ariadna decidió emprender. Pero hacerlo no fue fácil. “Empecé dando talleres en una cafetería que era de un exnovio. Quería ayudarlo a atraer gente, pero en el camino me di cuenta de que también estaba abriéndome camino a mí misma. Fue un ganar-ganar”.
Ahí descubrió que podía ofrecer experiencias distintas: clases que mezclaban pintura con meditación, escritura creativa y exploración emocional. “Una de las que más me marcó fue el taller de acuarela meditativa. Empezábamos con una meditación guiada, luego escritura, y de ahí surgía la obra.
Era bellísimo”.
Con el cierre de la cafetería, sus alumnas le pidieron seguir. “Me impulsaron a buscar un nuevo espacio. Primero compartí uno con una instructora de yoga, pero después necesité más horarios, más independencia. Así nació mi
propio estudio”.
Hoy, Ariadna dirige una academia artística donde no solo se enseñan técnicas, sino que se abre espacio a la emoción, al cuerpo, al corazón. “Quería un lugar donde pudiera mezclar mis herramientas: artes visuales, yoga, danzaterapia, espiritualidad. Un espacio donde las personas puedan expresarse de verdad, sanar, conectar
con su interior”.
Su comunidad crece cada día, y con ella, su sueño. “Mi intención desde el principio fue crear una comunidad artística con apertura, sensibilidad, autenticidad.
Y eso es lo que ahora tengo. Un espacio donde contengo y soy contenida. Donde el arte no es solo estética, sino transformación”.
Comunidad y propósito
Cuando se le pregunta qué ha sido lo más gratificante de este camino, Ariadna responde sin dudar: “Saber que sí se puede. Ver que todo lo que imaginé se puede materializar. Que mi comunidad existe, que se expande, que vibra en una energía muy bonita”.
Construir una red de personas sensibles, dispuestas a mirar hacia adentro y sanar a través del arte, ha sido su mayor logro. “Ver que el arte toca corazones y transforma vidas como lo ha hecho con la mía… no tiene precio”.
Ariadna no piensa detenerse. “Me veo con una comunidad aún más grande, compartiendo nuestras obras, exponiendo en más lugares, llevando esta experiencia a otros estados, incluso a otros países”.
Pero más allá del reconocimiento externo, su misión sigue siendo la misma: usar el arte como un puente hacia el interior.
“Mi trabajo siempre nace de lo que siento, de mi experiencia personal. Mostrarlo es una forma de invitar a otros a mirar dentro de sí mismos. A sanar. A expresarse. A vivir más plenamente”.
Por ahora, Pachuca sigue siendo su centro, su casa y su motor creativo.
Y aunque su visión es expansiva, está claro que en esta ciudad encontró no solo un espacio físico, sino el terreno fértil donde florecer como artista, guía y sembradora de transformación.

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