Nada podría abonar a lo publicado en días recientes por tantos otros columnistas a propósito de ti. Me niego arefritear en Vozquetinta sus muletillas laudatorias —sinceras, las supongo, aunque muchas, de paso, también egocentristas—, para no caer en lo que suelo criticarles: el lugar común, la frase sobada, el pan de lo mismo; o como nos gustaba ironizar en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales: la repetición de la repetidera. Contradiría aquella máxima que entonces aprendí y que siempre la hallé aplicada en cualquier texto tuyo y de José Emilio: si careces de un dato nuevo, un enfoque diferente, un tratamiento distinto que ofrecer sobre el tema de moda, mejor aborda otro asunto.
Mentiría vil y gachamente si quisiera presumir de haber sido amigos tú y yo. Sólo en dos ocasiones cruzamos palabras. Una aquí en Pachuca, cuando me tocó moderar elpalique que sostuviste con escolares de primaria en la sala Baltasar Muñoz Lumbier y yo me puse como jitomateporque les dijiste que te agradaba oír mis programas en Radio Educación. La otra, cuando por vía telefónica te invité para que me concedieras el privilegio de comentar un libro mío que iba a presentarse, pero esta vez, en lugar de enrojecer, derramé un lagrimón porque tu agenda estaba más llena que el Metro en horas pico.
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Tampoco juzgué prudente que tu partida me sirviera de pretexto para divagar acerca del periodismo cultural. Aunque soy fanático de este tópico literario y algún día tendría que entrarle, me detuvo el prurito de parecer oportunista. Y también, claro, rehuirle al pecado de alabarte con obviedades: que ocupaste un asiento súper meritorio en este ámbito, que nunca dejarás de ser modelo y referente suyo, que si nos obsesiona pasar por buenos cronistas y entrevistadores será imperativo releer tu herencia escrita y verte en las retrasmisiones de tus series televisas, que bla, bla, bla… Me atrevo a creer que tú habrías respondido de la misa forma ante mi disyuntiva.
Todo ello, sin embargo, no me frenó finalmente para decidirme a redactarte algo, así fuesen bordones o sonsonetes. A trompicones vencí el riesgo de no saber qué decir o, ¡gulp!, desbarrar en el sentimentalismo. Y con mayor razón si me sacudía la certeza de que jamás te leí o te vi aferrada a tales vicios. Lo tuyo se cimentó siempre en un sano equilibrio, en un creativo oscilar del cerebro al corazón y viceversa. Porque aquí nos tocaste a todos tus admiradores, Cristina: mero en el corazón.
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(¡Dios mío, y yo que no quería sonar cursi! ¿Ahora qué hago para resarcir la pifia? Ni modo, fingiré no haber metido la pata y sustituiré la última frasecita por otra, dizque menos ripiosa. ¿Qué te parece «mero en el palpitante órgano que todos guardamos al lado izquierdo de nuestra caja torácica»?… ¡Uf, resultó peor de melosa! Bueno, además de a ti, pido una disculpa a mi epidermis porque acabo de ponerla de nuevo color camarón.