Aquellos conciertos ofunámicos

Noche de viernes, siete en punto, auditorio Justo Sierra (todavía no se acostumbraba llamarlo Che Guevara). Con su morral de ixtle lleno de libros y cuadernos, el estudiantillo melómano que respondía a mi nombre tenía rato de estar sentadito, silencioso, leyendo el programa de mano con textos preparados por Joaquín Gutiérrez Heras. El aviso de tercera-llamada-tercera hacía latir más fuerte los corazones. La sala iba apagando sus luces; las del foro se mantenían prendidas. Los atrilistas terminaban de afinar sus instrumentos. Silencio expectante, absoluto. Firme, raudo, caminando casi a trancas, Eduardo Mata entraba a escena. Y tras las muestras de empatía que solía recibir del público, empuñaba la batuta. Hora y media, dos horas más tarde, reventaba el estrépito de aplausos.

Así recuerdo los entrañables conciertos de la Orquesta Filarmónica de la Universidad (OFUNAM), de 1970 a 1973. Nunca falté a ellos, cada semana, aunque mi deber estudiantil era estar en esos momentos en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, aguantando una soporífera clase de la carrera de Sociología. No fueron una ni dos las veces en que pedí a los profesores que me adelantaran la fecha de algún examen, aunque fuera final, cuando éste iba a realizarse en viernes a la misma hora; y si no accedían, optaba por presentarlo después en extraordinario. Nunca me habría perdonado perderme, digamos, la Coral, la famosa novena sinfonía de Ludwig van Beethoven, pese al sobrecupo que en tal ocasión tuvo la sala (muchos espectadores se sentaron, no sólo en las escalinatas del pasillo sino en parte del proscenio).

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Además de Mata como titular, tuve la dicha de ver dirigir a otros invitados de lujo. Uno fue Carlos Chávez, quien a mitad de la segunda de sus tres obras previstas hubo de tolerar un mitin que de pronto ingresó al local y arrebató los micrófonos, tachándonos a todos de burgueses. Otro fue Aaron Copland, tan aplaudido al término de su concierto de gala que, a guisa de encore, nos complació con un tema no programado pero que sin duda los músicos no habían ensayado bien: nada menos que El Salón México (¡qué cara de desesperación puso varias veces el concertino ante la descoordinación de sus compañeros mientras el sonriente yanqui alzaba graciosamente los hombros para marcarles el ritmo!).

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Rara vez asistí a los conciertos dominicales de la OFUNAM dirigidos por Mata en el alcázar del castillo de Chapultepec, pero qué enchinadoras de piel resultaron esas ocasiones. La primera: Juan José Calatayud al piano, con An American in Paris, de George Gershwin. La segunda: Narciso Yepes a la guitarra, con el Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo. La tercera: la obertura 1812, de Piotr Illich Tchaikovski, con sendos carillones en las cuatro esquinas del alcázar, una gran banda de guerra al costado de la orquesta, y obuses de 105 mm disparados por el Estado Mayor Presidencial desde una terraza aledaña, lo cual hizo cimbrar los cristales del castillo, suscitar espanto en varias personas que ignoraban en qué consiste la obra y provocar llanto en algunos niños. Aunque recurra a un adjetivo muy trillado, diré que aquello fue apoteósico.

¡Salve, musa Euterpe! Tiempos idos en que todo, por fortuna, era presencial, directo, cara a cara, butaca-podio. Sonoridad sin trucos ni artilugios tecnológicos, aún no digitalizada. Y el carisma de un malogrado director de orquesta, Eduardo Mata, el gallo que supo despertar en las audiencias no pocas vibras y karmas ante la magia de la música. Yo, entonces apenas veinteañero, fui uno de tantos agraciados.