“Perfecto es Pelé, no se equivoca.
Edson Arantes es una persona normal”.
O Rei, en una entrevista.
Fácil es asegurar que murió Edson, no Pelé; que el humilde señor Arantes pasó a ser un dígito más entre los miles de millones de seres humanos que fueron y ya no son dentro de la historia biológica de la humanidad, pero que el gran Pelé subió al estrado de la inmortalidad. La frase de cajón, el lugar común, la muletilla en las exequias y homenajes, la habitual declaración a los medios, el tuit inmediato, la comidilla en programas informativos o de análisis, el sobado estilo de redactar la nota periodística cada que fallece un personaje célebre.
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Este obituario, sumado a mi recuerdo imborrable de aquel 1961, cuando a los 11 años de edad me llevaron a las gradas del estadio olímpico de Ciudad Universitaria a ver jugar a tan legendario brasileño (¡qué partidazo, señoras y señores: Necaxa 4 – Santos 3, incluyendo la hazaña del portero necaxista al haber detenido un tiro penal ejecutado por el mismísimo Pelé!), me hizo pensar acerca del desdoblamiento mediante un alias cuando éste termina por rebasar a quien lo adoptó de por vida. Y bien visto, no es asunto menor o anecdótico. En una de tantas puede alcanzar el rango de conflicto existencial, incluso al extremo genialmente novelado por Robert Louis Stevenson en Strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1886).
Además de deportistas, abundan casos famosos en el ámbito cinematográfico (Mario Moreno vs. Cantinflas, Germán Valdés vs. Tin-Tan) y musical (Francisco Gabilondo Soler vs. Cri-Cri, Richard Starkey vs. Ringo Starr). Ejemplos extremos son los de aquellas literatas que, por barreras sexistas propias de las épocas en que publicaron sus obras, no tuvieron otra alternativa que masculinizar su seudónimo (Cecilia Böhl de Faber vs. Fernán Caballero, Mary Ann Evans vs. George Eliot, Amantine Aurore Dupin vs. George Sand).
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El apodo desplazador. La otredad del mote. La partición del yo en un sobrenombre… Suele resultar así que el álter ego conlleva un valor que parece estar ausente o difuminarse, si no es que se le niega o minimiza, en la persona real. Trasciende el nuevo nombre; se ignora u olvida el que documenta la oficina del registro civil o el archivo parroquial. Para colmo de males (¿o será de bienes?), si uno quiere rastrear en fuentes bibliográficas, hemerográficas o internéticas a dicha persona, le resulta mucho más eficaz y rápido buscarla por su nominación adquirida que por la original. O como respondíamos en mis tiempos cuando nos mencionaban a alguien supuestamente muy conocido: “En su casa lo conocen y le hablan de tú”.
Edson Arantes do Nascimento ha muerto. ¡Viva el rey Pelé!