“Agarrar para el lado de los tomates” [desvariar, irse por las ramas]; “Dar más lata que un cochino bajo el brazo” [ser muy latoso,sa]; “De petaca ajena, la mano se llena” [persona que abusa llevándose lo más posible de algo que se le convida]; “Del año de la nana” [de tiempo inmemorial]; “Estar más contento que un tonto con una tiza” [estar muy feliz]; “Las mujeres de la sierra, cuando tienen un chiquillo, en vez de cantarle El coco, le cantan un fandanguillo” [en vez de provocarle miedo, lo arrullan con cantos]; “Los curas y taberneros son hombres del mismo oficio: los curas bautizan nenes; los taberneros, el vino” [le añaden agua y así lo hacen rendir]; “Para el chocolate, prevéngase el tecomate” [sugiere beberlo en olla de barro]; “Parece que habrá hule” [pelea generalizada]; “Parece que se ha tragado el molinillo” [persona que no está quieta ni un instante]; “Ser de muchos tompeates” [muy valiente, con carácter]; “Tener cacao mental” [tener confusión].
¿Qué características guardan en común las locuciones y coplas anteriores (apenas unas cuantas muestras de cientos de refranes similares, recopilados por el arribafirmante)? Que son comunes y corrientes en España pero inusuales o desconocidas en nuestro país, y que todas incluyen un nahuatlismo: tomate (tómatl), cochino (cochini, ‘dormilón’), petaca (petlacalli, ‘maleta, caja’), nana (nanatli, ‘madre, nodriza’), tiza (tízatl, ‘gis’), coco (cocoliztli, ‘epidemia, enfermedad’), nene (nénetl, ‘niño, muñeco’), chocolate (chocólatl), tecomate (tecómatl, ‘vasija’), hule (ulli, ‘goma, resina’), molinillo (moliniani, ‘que se mueve o se menea’), tompeate (tompiatli, ‘cesto de palma, testículo’), cacao (cacáhuatl).
No importa de qué manera se le enfoque —descubrimiento, encuentro, invasión, conquista, etc.—, parto de una premisa inevitable: lo sucedido hace cinco siglos no fue unilateral. Así como hubo conquistadores propios y extraños, hubo conquistados propios y extraños. Europa, sobre todo España, también fue conquistada por América, principalmente por lo que hoy es México. Para constatarlo, tanto allá como acá, permanece un rico sustrato del náhuatl en la lengua española cotidiana. Y eso sin olvidar que entre nosotros, además, abundan los vocablos del purépecha (chacoaco, charal, guango), del maya (cenote, pibil, xtabentún), del cahíta (bule, buqui), del ténec (bocol, pemol), del zapoteco (guelaguetza, muxe), del coca (mariachi), del tarahumara (guarura) y más voces ya castellanizadas, o si se quiere: mexicanizadas, en su pronunciación y escritura.
¿Ganamos algo con reducir nuestra Historia a una sola dirección y no como un viaje de ida y vuelta, por lo menos en materia de lenguaje? ¿Por qué polarizarnos y darnos baños de pureza maniqueísta? ¿Bajo qué argumento sólido cabe justificar la hispanofobia y la aztecofilia, recrudecidas en los tres años recientes? ¿Somos más mexicanos por embodegar la estatua a Colón, maquetizar el Templo Mayor de Tenochtitlan, proyectar sobre él luces de idílicos pasados “originarios” y organizar un choucito de música anodina, tocada por un ensamble de dulce, de chile y de manteca, cantada a lo folcloroide y brincoteada por un balet académico la noche del Grito en el Zócalo?
En España se emplea otra locución adverbial con nahuatlismo, no acostumbrada en México: “Haber tomates” [ocurrir un lío, un enredo, un desorden]. Cualquier similitud entre su significado y la realidad actual del país donde se originó su palabra clave, ha de ser pura casualidad semántica.
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