Enrique Rivas columna Vozquetinta

Alabados sean los tumbaburros

Descubro el Mediterráneo cuando pienso en que tengo mi biblioteca dividida —aunque ni de chiste organizada— por temas. En una sección guardo los libros de literatura; en otra, los de historia, sobre todo las crónicas pueblerinas; en otra, los de imágenes religiosas veneradas, asunto al que he dedicado años de estudio; en otra, los de paremiología, campo que también cultivo; en otra, los de música, sobre todo los de música popular; y en otra más, básicos para mi profesión comunicativa, los lexicones.

Diccionarios de todo, como en botica. De mexicanismos, regionalismos (lo mismo de Baja California Sur, Sonora, Sinaloa, que Chiapas, Tabasco, Yucatán; o de Colima, Guerrero, Guanajuato, que Durango, Chihuahua, Nuevo León). De nahuatlismos y glosarios indígenas (maya, otomí, ténec, purépecha). De términos geográficos, agropecuarios, marinos, charros, albureros. De musicología, arquitectura, gramática. De flora útil, mitología prehispánica, medicina tradicional…

Lamento no contar con un ejemplar del venerable Diccionario de uso del español, de María Moliner, ni con el del obligado Diccionario panhispánico de dudas, de la Real Academia, lo que me obliga a consultarlos por las fauces internéticas. En cambio, me ufano en poseer (también de acariciarlos cada vez que los extraigo del librero) el Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, de Juan Corominas (1942), y el rechoncho Diccionario ideológico de la lengua española, de Julio Casares (1961), ambos imprescindibles si quiero excavar en la arqueología de nuestro idioma.

Mi afición lexicográfica —o si se prefiere, mi lexicomanía— viene desde la infancia. Además de aclarar significados dudosos o precisar ortografías, era un placer casi orgásmico abrir al azar el tumbaburros, en cualquier página, para descubrirle palabras e incorporarlas a mi vocabulario. Y tanto desarrollé esta vocación que me volví diccionarista. Sigo enviando hasta el más allá mi gratitud a Carlos Montemayor por haberme invitado a colaborar en el Diccionario del náhuatl en el español de México (2007); y a la fecha continúo preparando otros por mi cuenta, tanto de nahuatlismos regionales como de dichos, refranes y proverbios, sin olvidar uno de géneros de música tradicional mexicana, con la ilusa esperanza de verlos impresos algún día.

Ojalá no me suceda lo que expresó el escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez, cuya cita incluyo como epígrafe en una de estas inacabables telas de Penélope a que me someto, o sea, mis utopías bibliográficas: “Si los autores de diccionarios se detuvieran ante cada palabra para medir su fragilidad y prever las mudanzas a que estará sometida, tal vez jamás terminarían de escribir uno”.


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